BILBAO, España, abril, 173.203.82.38 -Aunque viví ese momento no lo recuerdo. Era, yo, muy pequeño. La bodega de Martínez estaba ubicada en la barriada habanera de Juanelo. Fue una de las tantas propiedades nacionalizada por decisión suprema de la revolución socialista. De un solo plumazo se tomó la bárbara resolución. Para justificarla se le hizo creer al pueblo que el capitalismo, el libre mercado, era un ente explotador y deshumanizante. Su presencia tenía que desaparecer en la Mayor de las Antillas. No habría vuelta atrás. Las medianas y grandes empresas, ya habían desaparecido años antes. Solo las pequeñas, esperaban por el tiro de gracia. Corría el año 1968. Desde entonces la economía sería planificada por el Estado protector.
Juanelo ha sido estigmatizado siempre como una zona conflictiva y marginal de la periferia capitalina, carente de atractivos. Sin embargo antes del decreto de cierre en casi cada una de sus esquinas podían verse bodegas, bares, carnicerías, tiendas, ferreterías y otros muchos pequeños negocios que daban vida al entorno. Todos estos establecimientos, atendiendo a la exigencia del mercado, exhibían una oferta variada que llenaba los anaqueles y vidrieras.
Martínez -esto sí que lo recuerdo- para nada estaba feliz con la expropiación de su bodega. La había heredado de su padre, uno de tantos españoles que emigraron hacia Cuba antes de 1959 en busca de oportunidades. Sin embargo, de la noche a la mañana, por voluntad firme de la revolución castrista, Martínez, de dueño de su bodega pasó a ser el administrador. De empresario privado, de pequeño emprendedor, se convirtió en proletario obediente. Al establecimiento ya no se podía ir a elegir el producto deseado, sino a recoger la cuota racionada, esos igualitarios “mandados” del mes que un planificador económico del Estado paternalista determinaba. Sobre el mostrador de la “bodega de Martínez”, los antiguos clientes tenían que dejar la libreta de racionamiento donde el ex dueño anotaba lo que iba a despachar.
Pronto se hizo notoria la mengua de las ofertas en este establecimiento. Sus estantes dejaron de mostrar las disímiles ofertas de productos. Poco a poco se fueron revelando las manchas en un singular espejo adosado a la pared, donde quedaba recogida la amargura reflejada en el rostro de la gente en la espera del turno para comprar.
Con el paso de los años casi todos esos comercios que pasaron al poder del Estado fueron clausurados o se convirtieron en improvisadas viviendas. Eso si: ninguno volvió a ver la gloria del pasado. De la mayoría no quedó siquiera la huella de su existencia. La bodega de Martínez -ya nadie recuerda a este hombre- quedó solo para la distribución del alcohol y el keroseno a la población. La carnicería de Ñango, famoso por las longanizas gallegas que colgaban de la estantería, fue destinada al expendio del huevo racionado. El bar de Jesús, con su mostrador impecable y sus sillas giratorias, quizás para que no perdiera el otrora sonido y trasiego de botellas, terminó como almacén de tránsito para las “materias primas” de los CDR.
Ironía de la historia. Cuarenta y tres años después de aquella idea descabellada, el régimen comunista -el mismo que entonces impuso la medida- obligado por las perentorias circunstancias, su ineficiente funcionamiento e incapacidad de generar economía, ve como paso positivo la legalización de pequeñas empresas que tendrán que surgir y desarrollarse de la nada.
Bien señaló Raúl al indicar las razones del timonazo: “O cambiamos o nos hundimos.” El presidente cubano, de 79 años, dejó claro desde el inicio que los cambios se hacen para “preservar” el socialismo, no para destruirlo. Dicho esto, confirmó el rumbo de las transformaciones que el VI Congreso sancionará: descentralización; autogestión empresarial; estímulo a la iniciativa privada y al trabajo por cuenta propia, aunque con límites; reducción de los gastos sociales – la libreta de racionamiento desaparecerá paulatinamente – y drástico ajuste del empleo estatal, aunque con plazos flexibles.
Las palabras de Castro en la inauguración del Congreso el pasado sábado 16 de abril, confirmaron varias cosas: que la reforma económica cubana avanza, todavía tímida, hacia un sistema mixto, con más iniciativa privada y menos Estado; que su alcance y plazos no están claros, aunque se habla de “un quinquenio” para “actualizar el modelo”; que no hay relevo a la vista para sustituir a la dirigencia histórica, ya octogenaria; y que el peor enemigo de los cambios es la propia forma de funcionar de la burocracia partidista más ortodoxa. Castro dijo que el partido y sus métodos también deben ser reformados.
Castro reiteró que en Cuba primará la planificación, pero aseguró que no se “ignorará las tendencias presentes en el mercado”, antes el gran coco terrorífico. En esta línea, mencionó tres nuevas medidas aperturistas casi listas: la autorización para la compraventa de casas y coches; la ampliación de los límites de tierras ociosas del Estado que pueden entregarse a los campesinos; y la regulación que permitirá a los bancos conceder créditos a los trabajadores por cuenta propia.
Ahora, en Cuba se podrá abrir paladares y timbiriches, podrán verse limpiabotas, rellenadores de fosforeras y sacadores de piojos. El pueblo, asfixiado, tendrá que buscar lo que el estado fue incapaz de garantizar, a saber: un sustento decoroso.
Si Martínez aun viviera -me imagino que no-, debe de estar golpeando al viento, con su aliento acre y reprimido, por las “reformas” anunciadas. A él le fue quitado todo lo que creó al lado de su padre con esfuerzo y dedicación. Su ímpetu emprendedor, capacidad empresarial, el deseo y derecho a ser autónomo e independiente, todo quedó truncado porque un hombre que se creyó bajado del Olimpo, así lo dispuso. Martínez, simplemente perdió. Perdió su negocio, perdió su vida. Fue uno de los muchos que quedaron fuera de juego.
Omar Rodríguez Saludes es un expreso político del Grupo de los 75 liberado en 2010 y desterrado a España