LA HABANA, Cuba -En días recientes leí un interesante artículo de la colega Yusimí Rodríguez (“Nuestra cuota de consumismo y frivolidad”, Havana Times, enero 17 de 2014), donde la autora hace una valiente reflexión sobre el consumismo que se ha generalizado en la sociedad cubana, y cómo en medio de las carencias que se sufre en la mayoría de los hogares, son precisamente los pequeños grupos de mayor poder adquisitivo, que la autora cita profusamente, los que dictan las pautas de consumo.
Y digo que ella es valiente, porque no faltarán los necios que se apresten a tergiversar el sentido de su reflexión, atribuyéndole sentimientos de envidia o aspiraciones igualitarias que, como podría apreciar cualquier lector con un mínimo de sentido común, distan mucho del espíritu de su artículo. Rodríguez, sencillamente, ha tomado el toro por los cuernos al resumir en una sola frase lo que está ocurriendo al interior de la sociedad cubana: “se ha expandido una vergüenza ante el hecho de ser pobres”. Es rigurosamente cierto.
Dado que el artículo de referencia ejemplifica suficientemente lo que expone, yo me limitaré a comentar lo que a primera vista puede parecer una contradicción, es decir, el hecho de que en un país donde los salarios no satisfacen siquiera de manera mínima las necesidades primarias muchas familias cubanas hagan sacrificios inenarrables con la única y trivial finalidad de “estar a la altura” de los más solventes.
Ni tan mezclados ni tan iguales
Es sabido que en todas las épocas y sociedades han existido personas que –pretendiendo lo que no son– suelen vivir por encima de sus posibilidades. Fingir una solvencia que no se tiene muchas veces es un recurso mimético para mezclarse con las clases o sectores pudientes y quizás aspirar a ascender en la escala social. La simulación, nos guste o no, es un rasgo humano, y ningún sistema político la supera. Antes bien algunos, como el nuestro, la potencian.
Sin embargo, en una sociedad “sin clases”, como teóricamente sería la cubana por obra y gracia de la revolución de 1959, dicho fenómeno sería inexplicable si no fuera porque el igualitarismo, impuesto desde el gobierno como estrategia de dominación política –donde de jure todos teníamos las mismas oportunidades, derechos y deberes, por tanto, las clases sociales quedaron abolidas por decreto y la sociedad fue convertida en “masa”–, sumado a la demonización de la propiedad privada y a la condena de los llamados “viejos valores burgueses”, (como la prosperidad, la iniciativa individual, el consumismo, etc.), condujo, por una parte, a la mezcla artificial de individuos y grupos que antes se unían de manera espontánea y natural en dependencia de sus intereses y capacidades, y por otra, al empobrecimiento general de la sociedad.
Las celebraciones a que hace referencia Yusimí, tales como graduaciones con disfraces, fiestas de quinceañeras y otras incluso más ostentosas que ella no menciona, se han hecho tan frecuentes y “normales” que hasta rayan en el ridículo. De hecho, se han impuesto nuevos patrones que imitan en lo posible los ambientes, escenarios, vestuarios, etc. que aparecen en las telenovelas de turno. Cada celebración se convierte en una oportunidad de ostentar un buen estatus donde cada vez el listón se coloca más alto.
Cuando los espacios son privados, tales diferencias son menos notorias porque quienes se reúnen suelen ser individuos de ingresos semejantes, pero cuando se trata de celebraciones colectivas comunes a muchos segmentos sociales –como es el caso de las fiestas de graduación, de fin de curso y otras similares– las desigualdades se acentúan. La pobreza: ni vergüenza ni orgullo Pero otra arista de tan controversial tema es que si bien la pobreza no ha de ser necesariamente motivo de vergüenza, tampoco es fuente de orgullo. Ninguna persona capaz, inteligente y laboriosa se enorgullecería por ser pobre. Antes bien se esforzaría por dejar de serlo. La pobreza, definitivamente, no es una meta para nadie, aunque décadas de promover la falsa austeridad desde el discurso hayan creado una especie de nimbo de pureza en torno a las supuestas virtudes de ser pobres.
Sin embargo, el texto de Yusimí Rodríguez contiene una aseveración con la que no coincido y que evidencia el arrastre de esa patología sembrada por el “catecismo socialista”, consistente en privilegiar a “la mayoría” por sobre “la minoría”, un vicio que permanece como una costra en la conciencia de muchos, en particular entre las capas más desfavorecidas de la sociedad que todavía parecen aferrarse al mito de una imaginaria justicia social solo posible bajo el imperio de los desposeídos. Tal filosofía solo implica la inversión de los papeles: lejos de eliminar o mitigar las diferencias, convierte a los poseedores de hoy en desposeídos de mañana.
Es decir, ella parece asumir que los solventes deben dejar de dictar las pautas para que las dicten los insolventes porque “son mayoría”, cuando en realidad lo que sucede es que el sistema sociopolítico es el impone la pauta de la pobreza permanente y que en cuestiones cruciales como son las libertades, todos somos igualmente pobres y desposeídos. Lo ideal sería que viviéramos en tales condiciones de libertad que cada grupo estuviera en condiciones de dictar sus propias pautas de acuerdo a sus posibilidades.
Tampoco es exacto afirmar que las normas que dictan los más solventes no son “representativas de la realidad”. De hecho, las agudas desigualdades que se están produciendo en la sociedad y que se manifiestan en los escenarios comunes con tan duros contrastes son el más fiel reflejo de la realidad cubana actual. Tal como yo lo veo, el cubano próspero podrá ser (y es) minoría en Cuba, pero no es el motivo ni el obstáculo de la falta de prosperidad de otros. El obstáculo es el sistema y sus hacedores. Hoy el consumismo resulta una estridente distorsión en una sociedad empobrecida e injusta. Vuelvo a coincidir con la colega Rodríguezcuando afirma que quienes no tienen solvencia no deben dejarse imponer patrones que superen sus posibilidades. He aquí que la lógica nos conduce al mismo punto:por más deforme que sea la realidad, lo cierto es que las decisiones las toman los individuos. Puede sonar como un principio muy liberal, pero a mí me sirve. Y por lo visto, a mi colega también.