LA HABANA, Cuba. — Se rumora que Raúl Castro es un espectador habitual de Vivir del cuento, hoy por hoy el programa humorístico más popular de la televisión cubana. Resulta difícil creerlo, no por los dardos (monocordes e insustanciales) que este espacio lanza contra ciertas insuficiencias de la administración del régimen, sino porque uno no se imagina al general presidente con sangre para disfrutar el humor.
En cualquier caso, si no él, la mayoría de los televidentes de La Habana sí son admiradores de este programa, y resulta ya común escuchar sus carcajadas cada noche de lunes, cuando se sientan puntuales ante el aparato, predispuestos para disfrutar unos chistes que son siempre iguales, es decir variaciones sobre los mismos temas: la libreta de racionamiento, la burocracia, la lucha de los cuentapropistas, la falta de dinero o los excesivos precios en el mercado.
Me dirán que es mucho más de lo que teníamos hace unos pocos años. Cierto. Pero es un consuelo muy flaco, puesto que ya ni siquiera se trata de las limitaciones que impone la censura al humor de corte político.
Aún más grave es que la censura, sostenida durante medio siglo, haya puesto en crisis, no ya al humor político, sino al buen humor en general. Y mucho más grave todavía es que haya mermado la tradicional capacidad del pueblo cubano para valorarlo.
Bastaría una mera comparación entre este mismo programa, Vivir del cuento, y Detrás de la fachada o San Nicolás del Peladero, por no hablar ya de La Tremenda Corte y de otros anteriores al diluvio. Sin embargo, es un hecho que el actual goza de tanta popularidad como los precedentes. Con todo, no está en nuestro interés establecer ahora cotejos entre antiguos y nuevos espacios, o entre unos y otros humoristas de cualquier época, sino comentar el evidente deterioro que ha sufrido el buen gusto de sus destinatarios.
El que nuestros humoristas de varias generaciones se hayan visto obligados a hacer humo en vez de humor, parece haber provocado que el público terminase prefiriendo el humo. El fenómeno no sería tan preocupante si se limitara al ámbito del humor con intenciones políticas.
Por ahí debió empezar sin duda, pero en la actualidad abarca todo lo que se mueve en materia humorística. Y creo que en su origen gravitan juntas causas y efectos relacionados ambos con circunstancias políticas.
Por un lado, está la mediatización ocasionada por la censura que en decenios sufrieron los humoristas, impedidos de airear en espacios públicos cualquier tema que cuestionara la política o la administración del régimen, o sea, todo, pues a una dictadura totalitaria le incumbe todo cuanto hacen o piensan sus dominados.
Por otro lado, está el hecho de que esa misma censura generó entre el público una siempre insatisfecha demanda de chistes dedicados a tirar a mondongo -ya que otra cosa no era posible hacer- las barrabasadas y las ridículas solemnidades del régimen.
Es la clásica serpiente que se muerde la cola. Mientras más férrea resultaba la censura con el humor sobre asuntos “políticos”, más crecía la ansiedad del público y mayor iba a ser su demanda al respecto.
Hoy, la gente demuestra haberse acostumbrado a que el humor, cualquier tipo de humor, para que resulte eficaz, debe perseguir burlarse del régimen, o lo que es igual, de nuestras propias desgracias y poquedades. Los humoristas hacen su agosto en los cabarets, en las peñas y en los teatros, dedicándose casi íntegramente a este tipo de trabajo, atenidos a que los censores se proyectan más benignos, confiados en las limitaciones del medio. Algunos autores abominan de esta nueva situación. Otros, los más mediocres, se aprovechan de ella para ganarse los frijoles sin exprimirse demasiado la mollera. Pero en conclusión a todos no les queda otro remedio que actuar en consecuencia.
Por su parte, los dirigentes de la televisión terminaron aceptando -con el visto bueno de los censores de arriba- que su única alternativa para atraer teleaudiencia sería aplicar, aunque sea en la variante más light, lo que ocurre en los teatros, cabarets y peñas. Y es así cómo al parecer han ido surgiendo espacios al estilo de Vivir del Cuento y otros que han pasado o que pasan sin saber que pasaron, porque no contienen auténtica garra. Todo indica que las lumbreras del Comité Central del partido comunista descubrieron el agua fría al darse cuenta de que les resulta mucho más rentable consentir el humor crítico de corte rutinario, epidérmico y en conclusión mediocre, que prohibir toda crítica.
Así las cosas, ahora mismo, uno de los dilemas del humor en Cuba no radica tanto en la falta de talento de los humoristas como en la malformación del gusto por parte de la mayoría de su público consumidor. Claro, ello no significa necesariamente que estemos en un callejón sin salida. Por suerte, aún nos queda la posibilidad de seguir disfrutando de esas mecas del ingenio y la gracia que son las colas en la bodega o en el agromercado, o de seguir asistiendo a los velorios, a las broncas del barrio, a los ditirambos del borracho y a las galas solemnes.
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