LA HABANA, Cuba. — Nunca he sido un defensor del embargo estadounidense contra el régimen cubano. Creo sinceramente que lejos de poner en apuros a la dictadura, ayudó a sustentarla y hasta de cierta forma a legitimarla, mientras hacía más difícil la situación de nuestra gente de a pie. Tampoco soy de los que ahora convulsionan ante la sospechosa acción conciliadora de los editorialistas del New York Times, convertidos de pronto en paladines del retorno democrático para Cuba y el de la justicia y el sentido común para la política de los Estados Unidos.
Por más que algunos se sorprendan y otros se encabronen, este affaire del New York Times, con sus cinco editoriales de pegueta dedicados al asunto, no nos trae nada nuevo. Es expresión de viejas estrategias que el poder económico (¿será en este desde las dos orillas?) pone en órbita para aprovechar la coyuntura en que un tirano fundamentalista y tozudo es relevado por una camarilla militar, tan déspota y represora como el tirano, pero más proclive a abrirse de patas ante la perspectiva del enriquecimiento a costa del gran capital.
Si bien a Fidel Castro le convino durante decenios la permanencia de lo que llaman el Bloqueo, parece obvio que a los herederos al trono les resulta rentable su eliminación, y no sólo por razones de carácter económico. También –y quizá sobre todo- como victoria política que dé luz verde a su nuevo modelo de poder dictatorial.
Entre pillos anda una vez más el juego, y a nosotros, pobres fichas sobre el tablero, no nos queda sino encabronarnos o conformarnos, sin que por ello dejemos de considerar deleznable el papel que están jugando los del New York Times.
En especial lo digo por el editorial del pasado domingo 9 (“En Cuba, desventuras al intentar derrocar un régimen”) y muy puntualmente en lo que se refiere a su crítica negativa en torno a los programas estadounidenses destinados a promover la democracia en nuestro país, algo que, según ellos, ha sido un imán para charlatanes, ladrones y buenas pero infructuosas intenciones.
No sé cuántos charlatanes y ladrones se hayan aprovechado de esta actitud generosa que tantas veces actuó y actúa como salvavidas de nuestros luchadores pacíficos de la oposición interna. Los ladrones y charlatanes están en todas partes, como el oxígeno, así que alguno pudo haber. En todo caso, serán como las manchas del sol que acuñó José Martí. Pero lo que sí sé es que antes y por encima de clamar por el buen juicio poniendo en entredicho las justas razones de tales programas estadounidenses, a los preclaros editorialistas del New York Times les quedaría más coherente el discurso si hubiesen clamado por la legalización en Cuba de los grupos opuestos a la dictadura.
Aun cuando reconocieran que la referida ayuda económica provee comida y alivio a familiares de presos políticos y ha generado una red limitada de internet satelital, los editorialistas en cuestión se esmeraron en poner el parche al afirmar que ha estigmatizado, más que fortalecido, a la comunidad de disidentes. Eso no es verdad, y, según creo yo, tampoco es una afirmación bien intencionada.
El único estigma de los disidentes y grupos opositores en Cuba radica en la propaganda infamante del régimen y en el tratamiento calumnioso y excesivamente represivo que les imponen sus medios oficiales y su aparato policial.
La dependencia de recursos procedentes del exterior no ha sido una libre elección para ellos, sino la única disyuntiva que pícara y alevosamente les ha dejado el régimen. Ni al más atrevido de los defensores de la “apertura” raulista se le ocurriría pedir jamás que sean enmendadas las leyes que dictan la criminalidad de la oposición. Sin embargo, ese y no otro sería el mejor argumento para disuadir a los gobernantes estadounidenses de que sus ayudas materiales a opositores y disidentes estigmatizan a éstos más que fortalecerlos.
El verdadero progreso hacia la democracia no se consigue sólo a través del avance económico, sino en la consustanciación de conquistas económicas, culturales y políticas. Y eso lo sabe cualquiera, incluidos los editorialistas del New York Times.
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