LA HABANA, Cuba -Los Estados Unidos han derrotado estratégicamente al gobierno cubano en el lugar menos esperado: dentro de Cuba. La teoría del socialismo en un solo país, que empezó con Lenin, fue reforzada de algún modo por Stalin, y a la que se oponía Trostky, con mucho criterio histórico e intelectual, implicó desde el principio el reconocimiento político de la imposibilidad del socialismo en cualquier país. Aunque algo había que hacer con el poder conquistado y saboreado.
Pero desde su perspectiva Marx, el responsable etéreo de tanta grosería histórica, tenía razón: el socialismo triunfaba sobre una base mundial o no era. Basta conocer los orígenes históricos y estructurales del socialismo para darse cuenta que los socialismos nacionales son una simple estafa política sin un serio sedimento intelectual. Sin ser teóricos, Ernesto Guevara y Fidel Castro intuyeron este fundamento. Su exportación del producto revolucionario podía ser y se verificó como una mera ambición de imperialismo desclasado, que respondía, sin embargo, a una idea vigorosa y tensa: el socialismo es la ruptura de las fronteras.
Por lo que el triunfo pleno del derecho internacional impuesto después de la Segunda Guerra Mundial, una vez concluida la Guerra Fría, significó para el gobierno cubano la imposibilidad de defender su modelo al interior del país frente a su enemigo histórico. Si exportar revoluciones constituye un pecado, defenderla al interior se convierte en una odisea. La razón compleja es que, como mero nacionalismo, la Revolución Cubana solo tenía por misión racional cerrar el ciclo político de la independencia y dignidad nacionales que se fundaba en un proyecto económico e institucional bastante exitoso: el peso cubano equiparado al dólar, como realidad económica, y la Constitución de 1940, como hecho institucional, constituían dos datos promisorios del país que podíamos ser.
Pero la Revolución cubana se fundamentó en un arcaísmo político: identificar modelo, nación y liderazgo. Esa visión primaria de la convivencia posible derivó en un proyecto inevitable: la construcción deliberada del subdesarrollo como condición necesaria de la independencia nacional. Y esa ha sido la peor apuesta estratégica desde que Cuba fue imaginada como Cuba.
Destruido su modelo, Cuba está arrinconada como nación. Y frente a los Estados Unidos, que son una nación que se piensa a sí misma un siglo por delante. No voy a relacionar datos sino hechos que conforman una tendencia histórica que al menos a mi me preocupa. La derrota del nacionalismo cubano, social y culturalmente, define el proceso. El modelo de éxito y bienestar, y no solo para la generación de nuestros hijos, radica en los Estados Unidos. Muchos de nuestros padres y abuelos viajan allí para insertarse en la generosa estructura de seguridad social que se ofrece en aquel país para los ancianos. Un hecho humillante, que conviene no analizar desde el punto de vista moral. Como modelo cultural ni hablar. Los paradigmas siempre estuvieron en el Norte, como decían mis abuelos. Ni el realismo socialista ni la popularidad de la orquesta Van Van lograron destruir la mentalidad modernista que tiene a los Estados Unidos como santo y seña. Hoy el fenómeno está cristalizado frente a los gritos patéticos de impotencia de la comisaría ministerial de cultura, totalmente abandonada por la implosión del pensamiento. Nunca como hoy se ha extrañado tanto a los pensadores de la nación.
Y los Estados Unidos han hecho un diseño técnicamente impecable: debilitar la virulencia política del nacionalismo anti norteamericano del gobierno a través del otorgamiento de visas de 5 y 10 años a los viejos y futuros combatientes de la revolución eterna. El problema de esto, para nosotros se entiende, o quizá para algunos de nosotros, se diría mejor, está en que el nacionalismo se debilita en una de sus posibilidades actuales y modernas: la ciudadanía como base de los derechos dentro de un país y de un modelo político. Destroza nuestro proyecto de futuro el hecho de que un cubano con ciudadanía española ―que actúa como ciudadanía adelantada y subsidiaria de la norteamericana― tenga más derechos como español que como cubano. Aquí no se trata solo del despoblamiento por emigración, sino del adiós a Cuba como proyecto auto centrado. Esa experiencia común vivida a lo largo de una continuidad intergeneracional como base espiritual de una nación se fue a bolinas. En las agencias de viaje al extranjero hay más filas que en las bodegas de la isla.
Este plato ingesto no se confecciona siquiera con alimentos propios. La economía cubana, se sabe hasta la saciedad, no es economía rigurosamente hablando. Lo único que nos queda como modelo es la extracción de recursos ajenos, en forma de productos, dinero, inversiones, remesas, tecnología y knownhow para ver si se puede prolongar la ilusión o construir una nueva. En este sentido, el duro concepto de soberanía asumido aquí nos abandona sin misericordia.
Los dos últimos fracasos: la Zona de Desarrollo del Mariel y la Ley de Inversiones Extranjeras han sido pensadas tardíamente como desfallecimiento ante la economía norteamericana. Estas dos herramientas supuestamente ejemplares, y aplaudidas como despegue potencial, colocan todas nuestras redes económicas posibles en el circuito comercial, tecnológico y financiero de los Estados Unidos, después del debilitamiento ex profeso del incipiente tejido económico nacional que se viene creando a partir de cientos de miles de actores económicos individuales dentro de la isla. De ahí que las protestas imploradoras por la eliminación del embargo estadounidense constituyan una burla impune si se analiza que el gobierno cubano bloquea la importación libre de mercancías desde los mismos Estados Unidos que puede hacer el pequeño sector privado de Cuba. En todo caso, estamos atados a esa nación tanto los de arriba como los de abajo. Los primeros a través del capitalismo de Estado, y sus necesidades de inserción global, y los segundos a través de la economía colaborativa, y nuestras necesidades de supervivencia.
Cuba está pues derrotada frente al vecino. Es de tal magnitud el asunto que casi ya no importa el análisis de la mediocridad que ha supuesto el castrismo en nuestro tortuoso imaginario histórico. Cuando uno se confronta con el adversario, trata de encontrar primero el núcleo básico de su pensamiento, si es filosófico mejor, para contrastarlo desde dos ángulos: desde las ideas mismas y desde las realidades. El castrismo no nos da esa oportunidad, excepto en los exabruptos de un par de poetas caídos y algún sociólogo escolástico.
Y ante la derrota construida por los otros, los del poder, solo cabe la imaginación creativa desde una certeza: si la revolución cubana es ese mito de Sísifo que fue perdiendo con el paso del tiempo las energías para escalar la montaña, la Cuba del futuro necesita pensarse y construirse simultáneamente centrándose en sus propios desafíos, bien pegada a la tierra y sin competencias geoestratégicas con un vecino, con el que solo debería interesarnos vivir en paz y mutuo respeto como dos sociedades libres.
Competir con nosotros mismos es la tarea histórica que nos falta.
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