LA HABANA, Cuba.-Hace unos días, recibí un mensaje electrónico donde un coterráneo que vive en España desde hace más de 20 años, mostraba su aversión por la pasividad de nuestro pueblo ante los desmanes de la dictadura. El mensaje aludía los acontecimientos en Venezuela a modo de comparación. Resaltaba la rebeldía de los manifestantes contra el autoritarismo del gobierno de Nicolás Maduro, frente a la “irremediable cobardía” de los cubanos.
Es muy fácil criticar desde otras orillas. La distancia y el tiempo son el caldo de cultivo para esas actitudes que van del cinismo a la insolencia. Muchos que viven en el exterior han adquirido tal dosis de valentía en los remansos de paz que les brinda el primer mundo.
El acto de opinar requiere responsabilidad y un mínimo de sentido común. Quien ha vivido en Cuba conoce lo embarazoso que resulta salir a la calle a protestar. Con los teléfonos pinchados y el índice de conectividad en el ciberespacio por debajo de Haití, ¿qué posibilidades quedan para articular un movimiento de masas que abogue por la legitimación de las libertades fundamentales?
En Venezuela, Chávez y sus herederos dinamitaron la democracia pero no pudieron eliminarla totalmente. Gracias a ello es que la oposición ha logrado movilizarse y puede que consiga recuperar parte del terreno perdido por causa de las prácticas desleales que han tenido el fraude y el acoso permanente como puntas de lanza.
En cambio, Fidel Castro, desde que llegó al poder, puso todo su empeño en bloquear las instituciones democráticas. La cárcel, el trabajo forzado y la marginalización económica y social se convirtieron en instrumentos para alcanzar la unanimidad en torno a los dictados del partido comunista.
Hoy persisten esos códigos, y pese al desgaste del régimen, ha sido imposible romper todas las ataduras. Quienes insisten en condenar al pueblo cubano por su “larga paciencia”, se equivocan. En la Isla no sobrarán valientes, pero tampoco faltan los necesarios para continuar horadando los muros del terrorismo de Estado.