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Jinetes

Frank Correa

LA HABANA, Cuba, mayo (www.cubanet.org) - El “jineterismo” es un  arte de supervivencia, inventado por el cubano para contrarrestar  la crisis inacabable que encara. Como arma  nada tiene que ver con la prostitución ramplante, conocida como “el oficio más antiguo del mundo”; tampoco con la estafa, esa recurrencia utilizada por los adelantados  en los procesos de crisis. Cuando hay  extranjeros con solvencia  económica frente a ciudadanos desprotegidos víctimas de una casta  militar que preconiza una revolución socialista para su uso y beneficio, entonces el nuevo arte de supervivencia llamado popularmente “jineterismo”, toma facetas  de heroísmo. Viene a ser un recurso humanamente permisible.

Pero lo ocurrido al mexicano Federico Núñez en su segundo viaje a Cuba se pasó de castaño. Su primera visita se produjo un año antes, de manera tranquila. Vino a Cuba por una semana como  invitado al Congreso Internacional de Pedagogía, donde gastó  sus ahorros de varios años. El último día, los empleados del hotel Acuario lo “jinetearon” con una efusividad increíble, sacándole bebidas, alimentos,  cigarrillos. Incluso le trajeron una  chica que liquidó su presupuesto, le sacó hasta la tapa de la maleta y lo hizo jurar ante las oscuras aguas del tercer canal de Marina Hemingway que regresaría a Cuba, para librarla de este país y darle  la vida de reina que se merecía.   

Cuando llegó a Guanajuato, el humilde maestro de escuela trabajó a tiempo completo durante  tres meses. Vendió el auto. Pidió  prestado. Con un presupuesto que triplicaba el invertido en su primer viaje,  Federico Núñez  montó otra vez el avión de Cubana el 26 de abril de 2009.

A catorce mil pies de altura, desinhibido, ingenuo hasta la saciedad, aceptó un trago de su compañero de asiento, un compatriota del distrito federal que había visitado la Isla catorce veces, malogrado dos matrimonios, y un historial mujeriego casi delictivo  en los barrios marginales de La Habana. Cuando Federico le contó de la cubana y las promesas de amor recíprocas, le dijo:

-¡Me vale madre! Te vienes conmigo.

Federico no pudo zafarse de su coterráneo. Cada vez que esgrimía sus argumentos de amor, que añoraba cumplir su promesa solemne realizada  bajo la luna llena en un canal marinero, el otro mejicano le increpaba:

-¡Me vale madre! Olvida a esa chica.

El avión tocó tierra, Federico tuvo que prestarle trescientos cincuenta dólares a su nuevo amigo para pagar su exceso de equipaje y otros cien para  sobornar al empleado de la aduana para que le dejara pasar varios  DVD que traía. También tuvo que pagar el taxi que los llevó a Matanzas.

Entre borracheras y  préstamos continuos de dinero a su paisano (bajo la promesa de devolverlo en cuanto le situaran una transferencia que nunca vino),    el hombre de Guanajuato gastó todo lo que traía. Cuando se convirtió en un pobre diablo insolvente, el mejicano del distrito federal desapareció y él tuvo que  regresar solo a La Habana.

En La Rampa, con su maleta a cuestas y casi borracho, buscó un teléfono y se comunicó con su amada. Casi a gritos le contó  que llevaba tres días en Cuba,  que otro mexicano lo embaucó, pero que al fin se pudo liberar del yugo. Aunque ya no le quedaba ni un peso convertible, si ella sentía amor verdadero él podía pasarse el tiempo que le quedaba en Cuba viviendo como un cubano.

-Si no hay  pan comeremos casabe  -dijo Federico a su amada, frase que utilizó la muchacha cuando el primer viaje-. Aunque tengamos que  vivir debajo de un puente, pobres pero felices -enfatizó el mejicano.

Al escuchar las miserables perspectivas anunciadas por el extranjero, la muchacha dijo, casi en un murmullo, pero con la entonación necesaria para que la oyeran del otro lado de la línea:

-¡Pa’ su madre! -y colgó el teléfono.