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Vieja historia

Por Tania Díaz Castro 

LA HABANA, Cuba, junio, (www.cubanet.org) -Escribir sobre mi abuelo materno, Juan Castro, me resulta muy doloroso, no sólo por ser una historia que conocí solamente a través de comentarios furtivos que escuché de niña, sino también por su muerte repentina, cuando más falta hacía a su humilde familia, compuesta de nueve hijos y una esposa enferma.  

Pasé temporadas en el hogar que dejó al morir, junto a mis tíos y tías y mi abuela asmática, quienes hablaban de Juan, siempre de forma discreta y misteriosa. El abuelo había sido un soldado español que desertó de su batallón, quién sabe bajo qué circunstancias, para luchar junto a los cubanos hasta finalizada la Guerra de Independencia, razón esta por la cual le fue otorgada una pequeña finca en las afueras de Camajuaní, municipio villaclareño, donde mismo había peleado junto a los mambises. 

Falleció de muerte repentina en 194O, cuando apenas yo tenía un año de nacida. Dicen que lo último que hizo fue sonreír y que murió del hígado por su carácter huraño. Luego escuché decir que Juan era gallego, hijo de padre canario, que Castro no era su primer apellido y que como documento oficial sólo contaba con su carné de veterano, que sirvió luego para que su familia recibiera una mísera mensualidad. Supe también que el padre de mi abuelo le había enviado una carta reprochándole su traición a España y a la familia y que por esa razón Juan se había despojado de su primer apellido. 

Durante años escuché las historias que sobre el se contaban en la familia. Se mencionaba a un joven primo ¨ maldito ¨ que Juan había ayudado a principios del siglo XX, y quien durante un apasionado juego de naipes le había ganado la finca a mi abuelo, marchándose rápidamente a un lugar lejano de la isla con el importe de la venta de la finca.  

Hace poco, leí el libro Ángel, la raíz gallega de Fidel, escrito por Katiuska Blanco y publicado el pasado año. Algo que se decía en la página 127 me hizo estremecer: ¨ En su segundo viaje -Ángel Castro- pensó establecerse en Camajuaní, un pueblo pintoresco de las Villas, que debía su existencia al tendido de la línea ferroviaria para conectar las zonas azucareras con los puertos de la costa norte, una región conocida y recorrida durante los días difíciles de la guerra. Además, allí mismo un pariente suyo poseía una finca. En realidad estuvo poco tiempo en ese lugar…¨  

Me pregunté: ¿Fue este Ángel el pariente ¨ maldito ¨ a quien mi abuelo ayudó, el primo de quien nunca más se supo? ¿Fue Ángel quien después de vender la finca de mi abuelo se había trasladado a las provincias orientales y allí, al poco tiempo, se había hecho de varias fincas, hasta llegar a obtener once mil hectáreas?

Casi estoy segura de que todo fue así, aunque yo no tenga la posibilidad de ir a San Pedro de Láncara, en Galicia, para buscar las pruebas que lo confirmen, como hizo la señora Katiuska Blanco, que viajo a España, donde investigó a plenitud la vida de Ángel Castro.   

No mencionar el extraño epílogo de esta historia sería una cobardía de mi parte. Medio siglo después de la muerte de mi abuelo, yo, su primera nieta, fui torturada psicológicamente durante seis meses en una tapiada celda  de la Seguridad del Estado por orden de ese hijo de Ángel que, mediante una revolución, se adueñó no de una finca, sino de todo un país, al que llamamos con cierta tristeza, Cuba.