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El cubano y la cerveza (final)

Oscar Mario González

LA HABANA, Cuba, enero (www.cubanet.org) - La inmensa mayoría del pueblo de Cuba saludó el triunfo guerrillero de l959 de la manera usual entre criollos: con un vaso de cerveza en la mano.

Algunas medidas dictadas por el recién estrenado gobierno revolucionario favorecieron a las capas más humildes de la población. Había riquezas que repartir y así se hizo, aunque, claro está, siempre el que reparte se queda con la mejor y mayor parte.

Durante aquel primer año la venta de cerveza batió todos los records anteriores por dos razones incuestionables: había dinero en el bolsillo y alegría en los corazones.

En octubre de l960 y por decreto gubernamental fueron confiscadas las empresas nacionales y extranjeras más importantes, entre ellas las fábricas de cervezas; a partir de ese momento se inicia un proceso ininterrumpido de empobrecimiento de la industria que llega hasta nuestros días.

Desde los primeros años el producto empezó a escasear y el cubano a lamentarse de ello pero el embullo revolucionario y la fe en la promesa, aguijoneados además, por la consigna “estudio, trabajo, fusil”, mantenían ocupada a la población. La cerveza llegaba a los bares, cantinas y centros de diversión nocturnos, hasta l968 en que fueron intervenidos todos los negocios privados, incluyendo los puestos de fritas y los sillones de limpiabotas.

Posteriormente, en la década de los años l970, luego del “escache” de la zafra de los l0 millones que “iban pero no fueron” se inventaron los “tiros” de cerveza estatales que consistían en comercios habilitados para el expendio de cerveza a granel. Algunos de esto tiros estaban enclavados en lugares céntricos de la capital como, por ejemplo, el de la Esquina de Toyo, o el de Monte y Zulueta. Los vecinos eran contrarios a la presencia de tales sitios por el gentío que congregaban y la bulla que promovían, incluyendo “broncas”, “fajazones” y ocasionalmente hechos sangrientos.

También se habilitaban “pipas” o tanques móviles para el expendio del producto que tenían la ventaja de hacer presencia en barrios y repartos de baja densidad poblacional.

Durante los mejores años del siempre raquítico socialismo cubano se vendían cervezas por la libreta de racionamiento y a través de las bodegas; eran las “pirey” o con defectos de embotellado (les faltaba líquido). Las de volumen normal se destinaban a la red gastronómica.

Otra forma de adquirir algunas cajas de cerveza era mediante un casamiento de “mentiritas” o ficticio donde, a los futuros esposos, además de la bebida, les vendían a precio normal, ropa y útiles para el hogar. Pero la oferta más codiciada eran las cinco cajas de cerveza que posteriormente se revendían a un precio muy superior.

La calidad fluctuaba entre mala y pésima. Para muchos aquello era un brebaje insípido con un dejo a cocimiento de escoba amarga; éstos eran los que habían probado las cervezas tradicionales. Los más jóvenes se la tomaban con la convicción de que había que resignarse pues “no hay más ná”. Algunas botellas de cervezas contenían, dentro del líquido, gusanos, cucarachas y alacranes. Al que lo dude puede remitirse al periódico Granma de la época.

En esta etapa del acontecer cervecero aparecieron los tiros de cerveza furtivos a cargo de particulares; verdaderos antecesores de los “paladares”que posteriormente permitió el gobierno, estos “tiros”, además de cerveza ofertaban pan con lechón y comida elaborada’

Hoy el panorama cervecero ha cambiado en parte. Junto a la cerveza Cristal, enlatada y embotellada con el logotipo habitual pero muy baja en calidad en relación a la original, hay otras marcas nacionales que se venden a 80 o 90 centavos de chavito o de peso convertible y cervezas extranjeras de calidad muy superior pero de mayor precio. Todas ellas al alcance de extranjeros o cubanos favorecidos por la suerte o el “invento”. El resto, o sea la mayoría de los cubanos, bebe la cerveza a granel; en la cantina o sobre la acera donde se estaciona la pipa. Entre amigos, sólo, o compartiendo el vaso con la mujer amada, el cubano prefiere ese líquido amarillento y espumoso que hace mover los pies al ritmo del son y la rumba; se adueña de la cintura para luego subir a la cabeza y desde allí acabar con llantos y pesares en un mareíto sabroso y dulzón que hace ver las cosas de otro modo y hasta el socialismo lo torna llevadero.