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Introducción

Sobre el autor

Capítulo IX


Un estudio para que yo me gaste haciendo la literatura fantástica que es el periodismo de estos días en mi país. Un estudio para que ella reflexione sobre sus investigaciones de Historia del Arte. Un estudio para que yo siga soñando que un día escribiré una novela que no tenga que ver con toda la herencia de una cultura mimética, adocenada y repetitiva de viejos esquemas, en la cual las honrosísimas excepciones dieron en el clavo y por lo que ahora muchos transitan el mismo trillo, pero ya sin sudar la fiebre del verdadero creador. Una novela que tampoco tenga que ver con esa otra tendencia edulcorante de la realidad, donde el partidismo y la apología asesinan el alma del relato, pero asegura a su autor un peldaño dentro del pequeño reino oficialista.

Un estudio para que ella siga añorando un viaje a Babilonia y descubrir que los sumerios, los caldeos y los babilonios no hicieron más que sancochar el barro, tan simplemente como lo hicieron nuestros arauacos.

Un estudio. Qué mierda. Pero tener un estudio es un toque de distinción entre tantos intelectuales que han tenido que hacer su obra en cuartos alquilados. Alfonso Quiñones, quizás el mejor ejemplo. Una tarde regresó de Moscú, título de culturólogo como adarga bajo el brazo, expedido por la Universidad Lomonosov, y se encontró con que si no conseguía una novia con casa rápido, para un matrimonio a las volandas o un hueco donde meterse para permanecer en La Habana, tendría que ir a fajarse a cabezazos con funcionarios municipales de cultura que más bien necesitan una nueva campaña de alfabetización que un cargo. Para suerte de él, el Poeta me lo presentó, y me aseguró que era su amigo, y que había que tirarle un cabo, porque "tú mejor que nadie sabes lo que es un poeta en un pueblecito de provincia". Y yo acepté presentárselo a la tía Lula, una anciana regordeta y risueña que me había recibido en su casa por el módico precio de 70 pesos mensuales, con derecho a la comida de la tarde y un baño convertido en cuarto, hasta que yo consiguiera dónde vivir. Y la tía Lula, que se había quedado sin inquilino decente y cumplidor, aceptó a Alfonso.

Y ahí empezaron las andanzas de Quiñones por las habitaciones más inverosímiles de la ciudad. Por entonces yo andaba de plácemes, pues me había recién casado con Estrella, y todas las constelaciones brillaban para mí. Pero Alfonso conoció en pellejo propio los rigores del inquilinato, y tituló su libro de poemas, con toda autenticidad, "Cuarto alquilado". Eran textos muy cercanos a esa corriente coloquialista que en los años 60 tuvo tanto auge en Cuba, y marcado por las inconfundibles voces de Rafael Alcides Pérez y Luis Rogelio Nogueras, pero que no dejaban de tener un encanto particular en manos de Alfonso, quien le imprimió, además de la gracia poética, toda la veracidad de lo testimonial en cuanto al infierno que es la situación de la vivienda, en una urbe donde más de 2 millones de habitantes comparten los milagros de Yemayá junto al Malecón y aspiran, junto al aire del mar, a un espacio más confortable, y hasta sueñan con pescar la lámpara de Aladino y frotarla y pedirle al genio que les brinde una casa, y se ríen cuando el genio de la lámpara les responde que si son comemierdas, que si no han visto que él, siendo el genio, vive en una lámpara.

Y siento un poco de vergüenza junto al regocijo que me produce ser dueño, al fin, de un apartamento en un barrio donde todos los edificios son similares y producen en uno la más cariamarga de las monotonías. Pero a pesar de ello sé que a muchos les espera todavía un tortuoso vivir para alcanzar la posibilidad de un rinconcito en el gavetero dormitorio. Sí, Alamar. Qué risa. La ciudad del futuro no es más que un macropalomar, un solar vertical, pero sin el encanto folklórico de los solares de la Habana Vieja, que por tener, tienen hasta un olor particular. O eso, un gavetero donde lo archivan a uno después del atardecer. Cuando traspones el Túnel de la Bahía se acaban las posibilidades de cualquier otra cosa que no sea ver la televisión, si tienes televisor, o dormir. Por eso razón se decide venir cuando uno ha agotado el día.

Pero con todo y tales, es maravilloso un lugar que por primera vez se abre con llave propia. Hay que haberlo vivido para saber lo que es pasarse más de diez años con los bultos al hombro o puestos en algún lugar del que a la carrera tengas que partir, sin más alternativa que una sonrisita entre agradecida e irónica. Es, como dice Argelio Santiesteban, nuestro mejor y único investigador del habla popular cubana: "Uno, por conseguir alojamiento es capaz de casarse con la cocodrila del Zoológico Nacional". Vaya, convertir en llave la correa de mear, que es una nueva manera de la prostitución leninista. Pero preferible a regresar a la aldeíta desde donde uno partió con ínfulas de triunfador y donde el poeta es una especie de loco o maricón. No digo yo si uno se casa hasta con la elefanta del circo. Y después que la gente diga, siempre van a decir. Desde Luis de Góngora para acá siempre ha habido que apelar a lo mismo, "ande yo caliente y ríase la gente".

Pero si jodienda es poseer una casa, más jodienda es después de obtenida llenarla de trastos. Te cuesta un ojo de la cara y mucho cuidado con el de la espalda. Todo se vuelve cantidades desmesuradas de dinero. Todo está tan escaso que por cualquier mierda te piden una fortuna. Y nosotros no somos más que un par de asalariados de la única empresa, el gobierno, lo cual equivale a decir un par de arrancados. El dinero, carajo, el dinero. También desde Quevedo viene dando pendencias. Qué clase de caballón era Quevedo. Con un solo verso resolvió el problema que a Carlos Marx le costó toda la vida y tantos estudios. "Poderoso caballero es Don Dinero", así de simple. Lo económico gravitando sobre todo lo demás. Pero ni Don Francisco de Quevedo y Villega ni el compañerísimo Carlos Marx dieron definición tan meritoria como la de Trujillo, un mulato limpiabotas de mi pueblo, que vivía más tiempo borracho que sobrio. Afirmaba el filósofo pueblerino: "El dinero no hace la felicidad". Y cuando alguien, con ingenuidad fingida, le aseguraba que sí, que así era, él reía con sorna y añadía "No, la compra hecha". Y continuaba luego soltando frasecitas.

El dinero, carajo, el dinero. Si tuviera dinero llenaba este apartamento de un tirón. Pero es mejor no pensar en eso. No quiero calentarme la cabeza, como no sea para amar a Zaira y mucho menos permitir que consecuencias ajenas al amor nos perturben la pareja. Y cada día se torna más difícil en Cuba mantener una pareja.

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