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Introducción

Sobre el autor


Capítulo VI


El Niño del Pífano se incorporó desde el ombligo de Enmanuel y lo invitó a la marcha. Enmanuel se esforzó, pero la vergüenza no lo dejó levantarse. La flor se desmayó y los versos huyeron. La vergüenza es como una piedra dentro del estómago, que tira de la barbilla y no acepta que la cabeza mire los titileos de la noche. La vergüenza es como una cuerda rota entre la frente y el cielo. La vergüenza es como un sombrero de plomo que permite ver sólo la pisada que se da, pero nunca al horizonte que se sigue.

Por eso, el Niño del Pífano indicó, sobre el fondo violáceo de la madrugada, un sendero hacia la burbuja que parecía la más brillante de todas. Anduvieron. El Niño saltando, Enmanuel jadeante. El sabor bilioso no había desaparecido de su boca. En su cerebro se amotinaban recuerdos de la fiesta de los cangúpidos. Era un desfile grotesco. Tras el cristal empañado por el alcohol los rostros se transfiguraban en faces diabólicas, en expresiones infernales. Las palabras fluían por vericuetos yermos. Eran un amasijo de vacuidades, una tortuosidad sin sentido. Los abrazos, simples espaldarazos hipócritas en un falso intercambio de cordialidad.

"Te pareces a Gioconda", lisonjeó Enmanuel a una que bordeó su mesa con la única intención de que la elogiaran. Cuando él ya se había atragantado de licores fragorosos y a menos de otro sorbo la cangúpida regresó, después de una fuga hacia lo innecesario, con una historia tan desmañada como mal escrita, en la cual se inventaba un amor donde Monna Lis solamente llegaba a la conclusión de que era formidable fornicar con un tal Miguel Velázquez que le había dicho más o menos el mismo piropo. Enmanuel soportó pacientemente la lectura y al final le sonrió a la cangúpida para que se marchara contenta.

El Niño del Pífano lo devolvió a la cordura. "Aquí verás más", le dijo y abrió la puerta de la pompa adonde habían llegado.

"No pueden pasar", dijo Caronte, un hombre vestido a la usanza de los espejos. Portaba unas manos de brillo y un rostro transparente. A través de él podía verse un humo amarillento que subía desde todas las conversaciones. A su espalda sucedían transacciones, tráfagos, especulaciones y toda suerte de cambalaches. Una mujer bruñida, entarimada sobre el podio de sus tacones, y con acento de otra pompa, los miró con desprecio mientras intentaba calzarse el zapato de Cenicienta.

"¿No tiene usted barca?", preguntó Enmanuel.

"No moleste a los extrapomperos, por favor", dijo Caronte y tiró la puerta con ofensiva delicadeza.

El Niño del Pífano se recostó al cristal de las paredes y aparentó que goloseaba el interior, que se alelaba con los destellos de las fantasías en los estantes. Enmanuel sintió vértigos. Quiso huir, pero miró al Niño embelesado y tuvo un hambre extraña en la cabeza.

Pegó el rostro al cristal. Adentro, la mujer bruñida forcejeaba con el zapato de Cenicienta. El humo de su conversación con la dependienta se tornaba más amarillo y se juntaba con otros humos, formando unas nubes que colmaban el cielo de la burbuja. Bruñila no soportó la insistencia del zapato en no acomodarle y lo lanzó por una ventana hacia el vacío. El Niño del Pífano sonrió inocentemente y Enmanuel no entendió cómo Bruñila se atrevía a botar del mundo un sueño tan preciado.

La vio entonces comprar unos zapatos sin leyenda que imitaban el cristal. Los calzó sin esfuerzo y partió disfrazada de reina hacia un baile de galindas, al que se suponía debía asistir un príncipe dispuesto a reconquistar a Cenicienta. Bruñila iba oronda, pero en el fondo de su corazón saltaba el miedo. Caminaba como pisando la incertidumbre. Iba a conseguir una oportunidad, porque desnuda el alma no sabía en qué emplear tanto brillo sobre el cuerpo.

La niña harapienta del vacío, cansada de trapear el piso, vio caer un zapato rutilante frente a ella y miró con honda lástima a la Bruñila que se acercaba, cadereando el aire, a una fiesta caza-príncipes que habían preparado las galindas.

Las galindas son una raza de maniquíes con sonrisas comerciales, siempre vestidas de ocasión, que hablan el idioma de la nada. Preparan ágapes celestinescos para propiciar encuentros que casi nunca resultan y cambian una amistad por una ajorca.

El Niño del Pífano comprendió que Enmanuel no entendía lo que ocurría tras la puerta de la pompa amarilla y decidió explicárselo. Con la sabiduría sencilla de los niños inició una danza de movimientos ridiculizantes, en que hacía mímesis de los gestos más refinados de las galindas y atipladamente cantó:

La galinda es tonta,
tontísima es.
Un cuenco vacío,
ataviada siempre para enceguecer.

Frente a los cristales
transcurre al revés:
quiere ser torcaza,
mas se vuelve pez;
aspira ser pétalo,
pero es alfiler.

Y así,
¿qué buen príncipe
la podrá escoger?

Enmanuel recordó la fiesta de los cangúpidos y el estómago le ardió como si un volcán le naciera por el ombligo. La pompa se había repletado de humo amarillo, y antes de que el Niño del Pífano concluyera su melodía, explotó como pinchada por un alfiler invisible, y del medio del Apocalipsis partió una carroza rumbo a la pompa azul, donde la Troyana hacía equilibrios sobre un relámpago.

La carroza marchaba tirada por caballos de fuego, parecía una constelación. La Troyana reverenció al verla penetrar su pompa y el Niño del Pífano le abrió los ojos a Enmanuel, quien había caído desfallecido después del estallido de la pompa amarilla.

Argos ladraba. Quería comunicarse con el horizonte, pero nadie le respondía. El perro había visto partir a su dueño hacia una isla lejana. Llevaba más de treinta años esperando por su retorno y aquella noche, en que todas las burbujas del mundo explotaron y el Niño del Pífano tuvo que inventar la única habitable, parecía la señal del regreso del viajero. Los ladridos se perdían en lontananza y Argos se vaciaba los ojos en unas lágrimas, que como guijarros encendidos se unían unas tras otras para fabricar un largo sendero de luces.

Enmanuel volvió a parpadear, y el Niño del Pífano lo convocó a seguir la ruta de las lágrimas de Argos. Enmanuel aceptó, casi sin fuerza. Anduvieron muchos siglos. Por los flancos del camino vieron ocurrir más guerras que burbujas estallaron aquella noche. Unas con espadas y lanzas, otras con caballos y cañones. La más cercana con bombas y aviones. Y la última con un enredo de palabras oscuras hasta el caos. Pero guerras, en fin, no les importaron.

Sentado sobre la primera lágrima de Argos, reposaba un niño de barbas rizadas que pulsaba la lira. Los vio venir desde su ceguera sabia e inmemorial y los invitó a sentarse para comprobar si ellos tenían ojos para ver lo que ocurría dentro de una pompa rosada a punto de perderse para la eternidad.

El Niño del Pífano cacheteó tiernamente a Enmanuel que dormitaba su cansancio y le pidió por favor que mirara. Penélope, al notarlos acomodados junto al niño de las barbas rizadas, les dedicó una sonrisa tejida con los más finos hilos de su labor. No bien había sonreído cuando, desde un mástil lejano, le llegó a la mujer un alarido agudo que la paralizó. El rostro contraído y las manos inmóviles semejaban una estatua. Las agujas estáticas no recomenzaron la urdimbre del tejido hasta que una sirena de ojos marchitos cayó coleteando a sus pies. Enmanuel intuyó que un viajero enloquecía sólo por regresar a un abrazo que lo esperaba, y buscó desesperadamente la pompa azul que el pifanista había inventado recientemente. Sabía que la rosada estallaría de un momento a otro, y quería descubrir el camino por donde ascenderían sus restos salvables.

La Troyana giró peligrosamente sobre la cuerda floja del relámpago detenido, cuando la tocaron los ojos dudosos de Enmanuel, quien la ansiaba desde la primera lágrima de Argos, y de no haber sido por su dominio de todos los balanceos, hubiera desaparecido en las sombras de la noche. Ares aprovechó el instante para volcar sobre La Ilusión un diluvio de desconciertos, de traiciones, de abandonos, de tristeza, envidias y tribulaciones. La gente dejó de creer en los versos, y se regalaban flores de papel, incapacitadas para el dolor de marchitarse. Las miradas fueron sólo un juego de devaneos, y los besos una insípida gimnasia de las lenguas. Dejaron de citarse en los parques para enamorarse al atardecer, y asistían a unos cuchitriles de paredes tatuadas con procacidades y olor a semen antiguo, donde se curtían las pieles con infecciones de toda calaña.

Una saeta de fuego surcó la noche, penetró por el centro de la burbuja rosada y la desinfló en un solo silbido. Una manada de perros famélicos se desguazaban entre sí. Cada vez que alguno alcanzaba un fragmento de los hilos del ajuar de Penélope, los otros se le encimaban con fiereza maligna, y lo dejaban destripado sobre los despojos de la pompa que se desinflaba.

Argos, aterrado, se ovilló a los pies del mendigo que le sonriera mientras guardaba bajo sus harapos un arco inmemorial, y cesó de ladrarle al horizonte, porque el hombre que hizo diana a lo largo de muchos siglos emprendió una carrera desbridada sobre las luces de sus lágrimas, y aplastando perros rabiosos y hambrientos, saltó sobre el niño de las barbas rizadas y con impulso formidable, después de levantar a Penélope por el talle, alcanzó la saeta que seguía ruta momentos antes de que la pompa rosada desapareciera totalmente con su carga de sabuesos coléricos.

La Troyana aguardaba su llegada. La saeta se incrustó en la mullida blancura de una de las nubes de donde pendía el relámpago de la equilibrista, y Enmanuel observó cómo el mendigo alfombraba con besos apacibles los pasos de Penélope, quien miraba hechizada a la Troyana, pero no la aplaudía.

El niño de las barbas rizadas tañó la lira en un último arpegio, y dejó antes de desaparecer, flotando en el aire, una intención de versos irrepetibles que Enmanuel no comprendió, pero no pudo evitar que se le quedaran dentro, como un secreto inconfensable. El Niño del Pífano recogió la primera lágrima de Argos, sobre la cual hubieran estado sentados, mirando el fin de la pompa rosada, y la arrojó contra la noche, y la noche la sujetó entre la oscuridad para que brillara, diminuta y fuerte, y fuera habitada por una flor, tres volcanes, y un niño capaz de ver 43 puestas de sol cuando estuviera triste.


Capítulo Cinco

Capítulo Siete




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