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Introducción

Sobre el autor


Capítulo XXVII


El Labriego, en sus noches de soledad, compuso una pequeña burbuja azul en la que decidió partir de Loma Ciega. Fue ofreciendo su recinto por el mundo, y murió de oscuridad sombría al rozar una desahuciada pompa marrón, pintada con todos los carmines de las expendedoras de carnes perfumadas.

El Labriego era pobre. Con un hatillo de escasa indumentaria olorosa a limpio partió de su azadón y sus cosechas. Fue a conocer caminos y en ellos se enredó. Poseía muy poco que brindarle a otras pompas que no perseguían lo mismo que él. Conoció a Bruñila, que para ese entonces se había comprado 200 pares de zapatos para sustituir los que botara por una ventana de la burbuja amarilla, y los abrillantaba con una camisa de despertar la envidia. El Labriego le habló con un lenguaje liso para contarle todas las ternezas de su corazón, todas las fragosidades de su sangre y Bruñila lo miró con desprecio.

"Romancitos conmigo", farfulló con acento de lengua complejísima. La pompa del Labriego sufrió una decoloración casi imperceptible, pero la marcó para siempre. Los hombres de labranza son realmente obstinados, y él continuó brindándole azul de su morada. Aprendió palabras que en Loma Ciega jamás había escuchado y empezó a repetirlas con la vacuidad de lo inconsciente. Descubrió los aromas que, ajenos de la flor, pugnan por igualarla y la emprendió en sus usos con insípida gracia.

Supo de bocadillos con sabores a labios de mujer y comió tontamente en manteles brocados, con toda la torpeza de su plato raigal, sin darse cuenta de que era objeto de burla. Se armó de figurín y alcanzó fama de tenorio con ese viejo truco de ir hablando de amor.

Cuando cayó en descrédito ya su pompa había gastado casi todo el azul. Tenía poca fuerza y la sombra que el Nigromante hubiera visto en la mano de Rebelia se disolvió del todo. El Rey de Bastos que el nómada de feria alcanzó vislumbrar entre los naipes, se extravió en un bosque de palabras, perfumes y manteles, y a Rebelia no le tocó otra suerte que juntarse con las ninfas violadas por Príapo en la Laguna de la Leche.

El roce de las pompas del Labriego y de Rebelia ocurrió poco antes de que el Niño del Pífano guardara el instrumento. Les dio tiempo a intentarlo. Pero ella tenía el vientre frío, las manos agotadas y los senos oficiosos un poco avergonzados. El había saboreado bocadillos con sabores a labios de mujer y estrenado algunos vientres cálidos. Todo fue confusión. El se había acostumbrado a decir siempre "te amo" y lo pronunciaba ya con tanta inconsecuencia que nadie lo creía. Ella, en la rutina de explicar que el sexo era sólo un vertedero adonde se iba a vaciar las ganas, repitió a todos que no los amaba.

Al Labriego también se lo dijo y él no pudo tolerarlo. Se la habían anunciado los cartománticos y los astrólogos, los brujos y los sabios, su sangre y los poetas. No podía ser que el encuentro sucediera ya en el agotamiento. Sin embargo, las burbujas del Labriego y Rebelia apenas se rozaron. Cuando todas las pompas fueron convocadas por el pífano del Niño, el Labriego había muerto de oscuridad sombría, y en Loma Ciega sólo quedaba el recuerdo de un hombre que partió y sin saberlo había dejado sola para siempre a una pastora que lo llamó mil veces con canciones sencillas y que él no presintió tan cerca, y abordó su pompa para salir a hallarla donde único no estaba.

Cuando todas las pompas fueron convocadas por el pífano del Niño, Bruñila regaba alaridos por toda la ilusión, demandando que le devolvieran la promesa de amor que le hiciera el Labriego porque todos sus zapatos no llenaban la ausencia de aquél que entre las nubes amarillas de su burbuja había arrojado por la ventana.

Cuando todas las pompas fueron convocadas por el pífano del Niño, Rebelia, entre dos lágrimas, solicitaba a Enmanuel que no olvidara el nombre del hijo porque ella también había soñado nombrar al suyo con el dulce apelativo de Rafael, pero no le fue dado.

Enmanuel juró, ante tanta hecatombe, que después de su salto mortal su hijo se llamaría Gabriel como el Arcángel de la Anunciación, y el Niño del Pífano lo instó a la serenidad porque aún La Troyana podía deslizarse del relámpago y dejar sin azules la ilusión.


Capítulo Veintiséis

Capítulo Veintiocho




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