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Introducción

Sobre el autor


Capítulo XXI


La burbuja iridiscente se detuvo un momento antes de saltar en pedazos. Era una pompa hipócrita. Cambiaba de color con artificios engañosos. En sus adentros, sobre la tumba de un rockero famoso, dos muchachas leían a André Breton, mientras sus compañeros, con un carbón ardiente, les dibujaban swasticas sobre las nalgas.

La del libro tenía la voz gangosa y los ojos rojos. Jugaba a ensortijarle el cabello al muchacho que le garabateaba los glúteos. La que escuchaba era de mucha mugre en el pelo y desaliño en la ropa. Se masturbaba sin placeres y apenas si sentía el ardor del carbón que le tatuaba la piel de las posaderas. Ellos imitaban que se divertían. Sonreían con bocas salidas de la estupidez y el abandono. Habían olvidado sus sueños de conquista frente a tanta hostilidad de los mayores.

El de la nariz pecosa soñó con ser piloto. Ganarle muchas batallas a la injusticia y llevar a sus nietos a los museos donde exhibieran sus medallas. Pero su padre, un aeronauta púdico, al trasponer la puerta de su casa fue encarcelado un día por trasladar bombas blancas que vendían a los hombres para que les estallaran las cabezas. El de los ojos tontos se quedó sin mirada una noche en que su madre lo dejó solo en casa para escapar un poco del tedio de su padre. El la esperó hasta el día en que supo, por los periódicos, que una mujer de nombre familiar se había lanzado desde un rayo detenido entre dos nubes porque tanta rutina la dejaba sin fuerzas.

Los cuatro eran un coro de homenaje a la muerte. La de la voz gangosa extrajo un cortaplumas y empezó a sangrarse, como si una epidemia le infestara las venas. La del cabello mugre no alcanzó los espasmos y le rogó al pecoso que usara su carbón. El de los ojos tontos brincó dando alaridos y ensartó sin preámbulos a la del cortaplumas, que sin quererlo mucho se dejó poseer mientras de los dos senos le brotaba como el llanto de un niño.

Luego llegaron otros con guitarra y tambores y la fiesta macabra dejó harta de semen la tumba del rockero. La mañana fue un alto para dormir la juerga, y el sol del mediodía los despertó dispersos por todo el cementerio. Aquello sí eran fiesta de los nuevos muchachos que se desperezaban entre los muchos viejos.

La de la voz gangosa era una cruz de sombra, pero en su palidez aún le restaban fuerzas para el asalto entrante. El de los ojos tontos lloraba sin consuelo. Su madre regresó de entre las brumas para recordarle que no la aborreciera. La de la mugre quiso lanzarse de la cúpula con ángeles en donde había dormido, y el de las pecas nunca supo si había despertado o seguía piloteando su nave de cartón.

"Alcen la otra careta y calcen los coturnos, que empieza la otra farsa", dijo la voz sin música del rockero en la tumba. Y llegó una muchacha hablando de Vivaldi. Trajo la "Inquietudine" y "Las cuatro estaciones". El músico amantísimo se revolvió en el sarcófago y tapó sus oídos por no escucharla más. Casi era Blancanieves la adicta de Vivaldi. Pisó a los enanitos por no esperar al Príncipe y arribó al cementerio con rostro de pureza. La bruja le había obsequiado seis cápsulas de uso que repartió entre todos y la alegría rompió frontera entre los mausoleos.

Creció la enredadera su cortina de púas. Al dragón le brotaron más de veinte cabezas lanzallamas y los cuervos nublaron los ojos del caballo del Príncipe Encantado. No detuvo la fiesta ni un alguacil ni un párroco. Los muchachos alegres eran los hijos tránsfugas de banqueros y artistas, detectives y médicos y alguna Blancanieves por la bruja hechizada. No había que preocuparse ni levantar escándalo. Volverían al redil cuando hubieran fracasado.

Y la pompa creció. Sus colores variaban según fuera la fiesta que armaran los muchachos. A la falsa alegría, pisándole los pasos, le seguía la tristeza más honda. Bach no bastaba para matar la angustia. Petrarca era un anciano bebiéndose por Laura y un soneto la cárcel de la lengua. Picasso era un toro rumiando por Guernica. Charlotte era un sorbito de risas melancólicas y al este de la pompa se derrumbaba el cielo.

"Que empiece la otra farsa", se elevó el coro unánime. El Niño del Pífano seguía entonando su melodía desconocida, al son de la cual la Troyana se acercaba a la otra nube, mientras el haz azul transparente enviaba oscuridad e iba envolviendo a la equilibrista en una redondez perfecta. Enmanuel no podía creerlo. La fiesta de los cangúpidos era una bicoca asemejada con la pompa iridiscente. La candorosa Monaa Lise era una aprendiz de meretriz de tercera. El Abuelo, un infeliz ladrón de florecillas silvestres frente a aquellos masacradores de jardines.

El Niño del Pífano, al borde de guardar el instrumento, se percató de los sufrimientos de Enmanuel, y con el último aliento de los bemoles finales hizo estallar la burbuja iridiscente, que dejó en Enmanuel una sensación de narcómano rescatado cuando la vio desleírse en las tinieblas.


Capítulo Veinte

Capítulo Veintidós




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