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Entre el recelo y la fobia

José Hugo Fernández

LA HABANA, Cuba, septiembre (www.cubanet.org) -Ya que la guerra nuclear de Fidel Castro es como la torre de Pisa y como las mujeres coquetas, que siempre están a punto de caer pero no caen, los cubanos de a pie se aburrieron de asustarse esperándola. Así que ahora dirigen sus sobresaltos hacia otro fantasma más tangible, o dos fantasmas que parecen ser uno los dos: el desempleo y el empleo privado.

Habría que tener el corazón de piedra para no conmoverse ante un pueblo que habiendo padecido cincuenta años continuos de naufragios de la fe y de la espera, todavía es capaz de agarrarse a cualquier diminuta ilusión, alegremente incluso, dispuesto a seguir aguantando como corcho sobre la marejada.  

Solamente quienes no lo conocen o quienes en el fondo lo desprecian, aunque finjan otra cosa, pueden atreverse a condenarlo -desde lejos, a salvo y en medio de un seguro confort- porque se resiste a lanzarse a las calles para ser aplastado por los tanques, cuando ya no posee nada más que el aliciente de conservar la vida, lo único que tiene y lo único que necesita para cambiar su suerte. 

El colmo del cinismo es ponerme a esperar cómodamente que otro decida morir para mi beneficio, y con el dedo alzado, para condenarlo por miedoso si titubea.

Ahora mismo parte el alma ver y escuchar de cerca a los habaneros del barrio, sin un centavo en el bolsillo y sin frijoles en la olla, pero, increíblemente, aún con sueños entre ceja y ceja. La muy escasa información que poseen sobre el simulacro de privatización que está planeando el régimen ha bastado para restituirle una cierta dinámica a su actitud de zombis, y para inflarles otra vez el globito.

Con el recelo y con la fobia que ya les son consustanciales, claro está, pero también con su renuencia natural a la derrota, nuestra gente se apresta una vez más a morder el anzuelo, tibiamente embullada ante la perspectiva de que en verdad los caciques resuelvan abrir el banderín a la pequeña empresa privada y a la libre acción económica, como un anticipo, piensan, de otras libertades que más tarde tendrán que ir imponiéndose bajo el peso de las circunstancias. 

Ni el aluvión de cesantías que les viene para arriba, ni los impuestos leoninos para el trabajo por cuenta propia, ni el hecho –irrisorio si no fuera tan dramático- de que el régimen pretenda reformar el juego económico sin cambiar las reglas, sólo moviendo los peones. Nada parece asustarles tanto como la falta de ilusiones. Y ya que nada tienen que perder, se prenden con uñas y dientes a la posibilidad de ganar algo, por poco que sea, para mantenerse vivos.  

Si no existieran otras razones, esta imbatible proclividad a la esperanza y esta vocación de empresa que ha soportado todas las pruebas, serían suficientes por sí mismas no sólo para constatar el daño que les ocasionó la dictadura con su involución de cinco décadas. También para dar una idea del grado en que merecen lo que esperan y que tan mezquina y empecinadamente se les escatima.

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