Moisés Leonardo Rodríguez

LA HABANA, Cuba, septiembre (www.cubanet.org) – Recuerdo, cuando abuela me llevaba al mercado de Carlos III, la impresión que me causaban langostas y camarones, vivos en grandes recipientes, o congelados en refrigeradores comerciales. Se siente todavía el olor a pescado fresco que inundaba el lugar. Pargo, cherna, rabirrubia, emperador, aguja, entre otras especies.

Llegó el 59 y comenzó el proceso de las pérdidas continuas: los amigos del barrio, las costumbres, la familia; las casas dejaron de mostrar en sus puertas unas placas que decían Con Dios todo, sin Dios nada, sustituidas por otros que afirmaban: Esta es tu casa Fidel.

También el pescado se perdió, aunque Cuba siguió siendo un archipiélago. Al inicio del proceso revolucionario se abrieron unos restaurantes conocidos como Mar-Init, en referencia al Instituto Nacional de la Industria Turística. Allí se vendían mariscos y pescados a precios asequibles. Con los años se perdieron los turistas, los Mar-Init, y el pescado.

A finales de los 70 se inauguraron algunas pescaderías argentinas, eran contenedores metálicos convertidos en comercios, con aire acondicionado. La oferta de pescado por la libre era variada y todavía asequible a la población. Se esfumaron a los pocos años. Hoy se ven algunas de esas antiguas pescaderías, convertidas en oficinas o viviendas.

Desde la imposición de la libreta de racionamiento se vendía una cuota de pescado que con el paso de los años se vio disminuida en cantidad y calidad, hasta desparecer durante el periodo especial. Pescados y mariscos son hoy platos exclusivos de turistas, gobernantes, y de algunos pocos que pueden comprarlos en la bolsa negra. Fidel Castro, por ejemplo, mientras tomaba vino y comía pescado, confesó al periodista Jeffrey Goldberg, que el sistema no servía ya ni para Cuba. El cubano, que no choca con el pescado ni por carambola, ya hace tiempo lo sabía.

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