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Viajar en almendrón

Tania Díaz Castro

LA HABANA, Cuba, septiembre (www.cubanet.org) - El caricaturista René de la Nuez pintó a los almendrones en vivos colores, salpicados de humor criollo y, según reseñó la prensa oficialista sobre su exposición de julio pasado, con una buena carga de nuestra identidad, reflejando en todo momento el alma habanera. 

Pero la realidad es que viajar en un almendrón (viejo auto norteamericano, Chevrolet, Plymouth, Ford, Dodge), fabricado en los años cuarenta y cincuenta del siglo pasado, es morirse a plazos. Los inventos son tantos que por dentro no hay quien los reconozca. Más asientos de los que originalmente tenían, bocinas para multiplicar la música estridente (mami dame mi gasolina, que lo que quiero es gasolina), ventanillas que no se abren cuando aprieta  el calor, ni se cierran cuando llueve. Lo peor es el olor. Los almendrones huelen a quemado, a polvo, a cualquier cosa menos a automóvil. 

A cualquiera de estos autos antediluvianos suben más personas de las que caben, y como el precio que se paga es alto -diez, veinte pesos o más, depende de la distancia-, los pasajeros hacen lo que les viene en ganas. Uno habla a gritos por el celular. Otro enciende el cigarro y dispara el humo hacia todas partes. Se conversa a gritos y se comen allá adentro frituras, pan con bistec, huevos, galletas con misterio, y helados.

También ocurre que en un almendrón, repleto y oloroso a sudores de todos los colores, a alguien se le ocurre opinar sobre política y realidad, y ahí es cuando la cosa se pone buena, porque arde el almendrón, y uno se lamenta, como periodista, de no cargar siempre con una grabadora para divulgar de primera mano la opinión del pueblo, unánime cuando reconoce que el sistema no funciona.

El miércoles de la semana pasada, mientras viajaba en almendrón por la avenida 26 de Nuevo Vedado, pregunté al chofer si se comía bien en el restaurante Yangtsé de 23 y 26, famoso por su comida china en tiempos del capitalismo.

-Cuando saben que hay inspección cocinan mejor. Hoy los mejores restaurantes no podrían competir con aquellas fondas de chinos, buenas, bonitas y baratas de las que estaba llena La Habana.

Cuando terminé de cenar en el Yangtsé supe que el chofer tenía razón. Lo que comí lejanamente sabía a pollo. Tal vez se trataba de una mutación socialista. Y el arroz frito en nada se parecía al del Yangtsé de entonces. Al menos costó barata la cena. Y en pesos cubanos.

Y otra vez, de vuelta a mi refugio de Santafé en un Plymouth almendrón de 1954. 





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