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CASTRO, ¿EL APACIGUADOR?

Vicente Escobal

MIAMI, Florida, agosto, www.cubanet.org -El 26 de octubre de 1962  Fidel Castro escribió una carta al entonces Primer Ministro de la URSS, Nikita Kruschev  en la cual sugería al dictador  soviético que  “…. en caso de  invasión  (de Estados Unidos a Cuba)  había que enviarles  (a Estados Unidos)  una andanada masiva y total de misiles nucleares”.  El texto de la carta fue publicado en las memorias de Kruschev, escritas en 1960 y divulgadas durante la década de 1970.

Kruschev, quien fue depuesto  en 1964 y falleció en 1971, había realizado una serie de grabaciones durante esos  siete años  que pasó bajo  un  virtual arresto domiciliario en la localidad de  Petrovo-Dalneye,  cerca de de  Moscú.  La mayoría de las  grabaciones fueron enviadas clandestinamente a Occidente  y en la década de 1970 se publicaron dos  tomos de sus memorias.

Según aparece  en documentos desclasificados, en  una reunión celebrada en Moscú en el otoño de 1989,  Estados Unidos fue informado de las cifras  reales del despliegue  que  los servicios de inteligencia norteamericanos  no llegaron a descubrir o que sencillamente habían subestimado:   43.000 soldados soviéticos con equipamiento sofisticado fueron enviados a  Cuba.  Una división de cohetes  fraccionada  en 5 regimientos acompañados por otros cuatro de infantería motorizada.  La Fuerza Aérea contaba con un regimiento de caza, uno de seis  bombarderos ligeros – con una   bomba atómica por avión de 6 kilotones –,  dos  regimientos de cohetes tierra-tierra con ojivas nucleares. Una carga total de 67,5 megatones, equivalentes a 5.198 bombas de Hiroshima.  La defensa antiaérea tenía dos divisiones con cohetes tierra-aire.  La fuerza naval contaba con una brigada de lanchas con cohetes, un regimiento de cohetes tierra-mar, un regimiento de bombarderos tácticos IL-28 y siete submarinos diesel con tres cohetes y cuatro torpedos nucleares, con ojivas de entre 8 y 10 kilotones.

Desde 1959 Castro dio muestras de  su interés por los temas militares. La  consigna de “armas, ¿para qué?”,  proclamada  en los primeros días de su ascenso al poder,  constituyó un ardid mediante  el cual encubrió sus verdaderos propósitos. 

Castro jamás ha compartido el poder,  como tampoco sus decisiones. Su enrevesada visión  de la naturaleza, del hombre, de la economía  y de los procesos sociales  lo ha convertido en el unipersonal inquisidor de la historia y el  opresor  del  pensamiento.  Sus ideas, por irracionales que resulten, las expone  sin la más mínima cordura.

En sus recientes apariciones públicas, chapoteadas por  una apocalíptica monserga, Castro se ha aventurado en  una  travesura  macabra destinada  a desviar la atención de la opinión pública acerca de  los gravísimos  problemas que agobian a  la sociedad cubana. Una travesura bien calculada fruto de  su experimentada vocación de  malabarista ideológico: si se desata  la guerra, el lo advirtió a tiempo. Si no se desata, es su victoria.

Este  Fidel Castro apaciguador,  ahora intranquilo por una hecatombe nuclear producto de un enfrentamiento entre Israel e Irán, con el pretendido apoyo de Estados Unidos y sus aliados, difiere de aquel Comandante en Jefe que envió tropas a los más apartados rincones del continente africano, organizó grupos terroristas que llevaron  sangre y luto a  numerosos países latinoamericano, pidió a la Unión Soviética lanzara una andanada masiva y total de  misiles contra los Estados Unidos  y   apoyó el  demencial propósito propugnado  por Ernesto Guevara de crear en América Latina “dos, tres, muchos Vietnam”.

¿Hay serias razones  para conceder  la más mínima credibilidad  a este apaciguador?





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