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El 5 de agosto y el momento presente

Ariel Pérez Lazo

MIAMI, Florida, 6 de agosto, www.cubanet.org -Ayer se cumplió un aniversario más del Maleconazo,  la revuelta popular que estremeció a mi generación y a la mayor parte del pueblo cubano, el 5 de agosto de 1994. No voy aquí a reconstruir aquellos acontecimientos que casi accidentalmente, no pude presenciar. Vivía entonces a pocos kilómetros de donde se desarrollaron los hechos. La prensa oficial se encargó de darnos aquella tarde de viernes veraniego una versión fragmentada, para no decir manipulada de los acontecimientos.

Una explosión de ira, manifestada contra las tiendas de recaudación en divisas, entre otros objetivos, caracterizó las protestas. Curiosamente los partidarios del régimen, obviando las categorías de la “lucha de clases”, hablaron en un lenguaje muy “burgués” de “saqueos y actos delincuenciales”. ¿Contra la “propiedad social”?  Al parecer la propiedad privada (en este caso Cubalse, Cimex, TRD Caribe) comienza a importar desde el momento que sea aquella administrada por la clase dominante, en este caso la cúpula del Partido Comunista.

Hasta ahora no he visto ningún pensador “marxista”, de esos que tanto abundan en América Latina, tierra fértil de casi todo lo que en política y economía ha fracasado en Europa, que haya hecho una interpretación, siguiendo al “maestro de Tréveris” que entienda lo allí ocurrido en los términos más acordes con su teoría: una masa proletaria (desprovista de medios de producción) rebelándose contra una élite explotadora.

De nada valieron las advertencias hechas por los grupos disidentes o figuras como Álvaro Prendes, los autores de la Carta de los Diez de 1991 y la pastoral El amor todo lo espera – que muchos han olvidado en estos momentos de mediación episcopal – y hasta por los 86 pastores y laicos protestantes reformistas que a fin de contrarrestar la popularidad de El amor todo lo espera, pidieron al gobierno acelerar las reformas. Todos los intentos de convocar a un diálogo nacional para evitar un episodio violento como aquel fueron inútiles.

Finalmente, tras la jornada del 5 de agosto, Fidel Castro cedió y una serie de decretos a favor de una discreta liberalización económica caracterizaron los meses siguientes. La tensión social cedió un tanto, ayudada por la emigración de miles de descontentos aquel verano. Los años posteriores a 1995, como es de sobra conocido, vieron el regreso de las restricciones, una verdadera contra-reforma económica (y de proyección política) que ha durado más de diez años, hasta el discurso del nuevo presidente del Consejo de Estado, aquel 26 de julio de 2007 que tan lejano me parece ahora. 

En aquella ocasión la violencia callejera provocada por la política económica de Fidel Castro nos trajo las reformas de 1994-1995, precedidas de las de 1993, resultado de anteriores presiones callejeras protestas de Cojimar y Regla.

En esta ocasión, las reformas anunciadas la semana pasada han sido resultado de un descontento expresado a través de los intelectuales, los grupos disidentes, las fuertes críticas populares en la convocatoria a fin de discutir el discurso de Raúl Castro – un proceso que alarmó a la cúpula del poder – y expresiones novedosas de disidencia: huelgas estudiantiles, incremento del número de artistas contestatarios etc.

La protesta que en aquellos años de mediados de los 90’ ganaba en extensión y perdía en intensidad, ahora experimenta un proceso de mayor cohesión. Cada día son menos las figuras públicas que pueden afirmar su incondicionalidad al régimen. Casi todos, salvo muy pocos recalcitrantes, se han vuelto reformistas más o menos sinceros.

¿Cómo lograr entonces el control ideológico de la sociedad ahora que los jóvenes leen a Cabrera Infante, acceden a revistas que toman distancia del estalinismo cubano como Espacio Laical,  escuchan a Los aldeanos, ven Fresa y Chocolate etc.? ¿Cómo esperan lograr esa hegemonía (en términos ideológicos) que tanto suponen los neo-marxistas cubanos tiene la “revolución”?

Pero esta vez Raúl Castro, en su pasado discurso en la Asamblea Nacional, puso una línea divisoria entre la “reforma buena” y la mala. La políticamente incorrecta y susceptible de ser reprimida es la que pide un cronograma de reformas, en otras palabras, un plan que nos permita entender como sociedad hacia dónde vamos y cómo lo haremos. Precisamente la petición del rumbo llevó a la cárcel a Hubert Matos hace medio siglo y a Urrutia al destierro. Desde 1959 conocer el camino es patrimonio del líder.

Por otra parte, el gobierno de Raúl Castro es el único en Occidente que puede anunciar el despido de un tercio de sus empleados sin provocar protesta alguna: síntoma para algunos estalinistas continentales de entusiasmo revolucionario, pero para casi todo el mundo, del nivel de control que aún tiene el gobierno sobre la sociedad.

Raúl Castro supone que el sector privado, al que se ha estado ahogando durante diez años va a poder ahora absorber nada menos que un millón de empleados, aunque, quizás considera que dichos trabajadores accedan a ser agricultores, constructores o policías; algo, por supuesto, imposible de lograr en un país donde la población urbana supera el 75 % y existe una corrupción generalizada que hace detestable el trabajo policial.

La pregunta que debiera hacerse todo teórico del “socialismo” cubano es: ¿qué sucedió con aquel capital privado, “socializado” hacia 1964 que debió haber creado las bases materiales para la “edificación del socialismo” y de los miles de millones de dólares en créditos para este fin? ¿Cómo explicar que las empresas “socialistas” han sido ineficientes (algo que se decía desde 1998 con el perfeccionamiento empresarial)  y deben despedir a sus empleados?

¿Puede seguir hablándose de “socialismo” y por tanto de “democracia socialista” o “dictadura del proletariado” (valga la redundancia) cuando no hay ya ni socialismo ni clase obrera de vanguardia?

El régimen no tiene argumentos para seguir manteniendo su sustrato ideológico. A diferencia del 5 de agosto de 1994, en que hubo una irrupción de la ira popular en el escenario político cubano, estamos, quizás, ante el fenómeno inverso: la aparición de un consenso en el mundo intelectual (disidencia incluida) en torno a la necesidad de reformas profundas o lo que es lo mismo, el desmantelamiento del estado totalitario.  




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