Septiembre 7, 1998

'Padre del Mariel' vino a Miami en 1980


Fabiola SAntiago, The Miami Herald
Publicado el domingo, 6 de septiembre de 1998 en El Nuevo Herald

Durante los últimos 18 años, Héctor Sanyústiz ha sido uno más entre los anónimos refugiados del Mariel que luchan por adaptarse a la vida en Estados Unidos tratando de encontrar un trabajo bien pagado y criando a un hijo.

Pero hubo un momento en la vida de Sanyústiz en la que todo estuvo fuera de lo común. Sus acciones sumergieron a tres países en un caos diplomático, cambiaron para siempre la vida de cientos de miles de cubanos y estremecieron el sur de la Florida.

Sanyústiz, que se recupera ahora en la casa de su hermana en Opa-locka de una operación a corazón abierto, fue el hombre que en 1980 irrumpió en la embajada del Perú en La Habana, bajo una lluvia de balas disparadas por los guardias cubanos.

Su dramática búsqueda de la libertad fue la llama que prendió el conflicto diplomático que llevó a 10,000 cubanos a inundar la embajada en un fin de semana, y echó a andar la estampida marítima del Mariel, que en tres meses trajo al sur de la Florida 125,000 refugiados.

Hasta ahora, el paradero de Sanyústiz había sido un misterio.

``Yo no quería decirle a nadie quién yo era o hablar de lo que hice'', dijo Sanyústiz, de 49 años. ``No soy del tipo de gente que anda por ahí diciendo que es un héroe''.

Sanyústiz accedió a contarle a The Miami Herald su historia, porque considera que ha pasado tiempo suficiente como para que el gobierno cubano no emprenda más represalias contra la familia que dejó en Cuba. Un hijastro que estaba con él en el autobús quedó en la isla y cumplió tres años de prisión.

``No quiero morir sin contar mi historia'', dijo Sanyústiz. Desempleado, con una salud frágil y con poco dinero, tiene la esperanza de que un cineasta serio quiera comprar los derechos de su historia y lleve su vida al cine.

The Herald pudo verificar la identidad de Sanyústiz mediante los récords estatales de la Florida; documentos federales; recuentos en los periódicos estadounidenses y cubanos de los acontecimientos de 1980; documentos personales de Sanyústiz y entrevistas con familiares y amigos.

Para los muchos que recuerdan ``los 10,000 de La Habana'', como se conoció a los refugiados en la embajada peruana, la revelación de que Sanyústiz logró llegar a Estados Unidos en la estampida marítima del Mariel y que ha vivido en este país todos estos años constituye una verdadera sorpresa.

``Es la única historia del Mariel que no ha sido contada'', dijo Wilfredo Allen, un abogado de Miami que ayudó a reubicar a los refugiados durante el éxodo. ``Este hombre es como el padre del Mariel''.

Muchos creen que Sanyústiz y las otras cinco personas que iban en el autobús permanecieron en Cuba, viviendo bajo la protección diplomática de Perú a fin de evitar ser encarcelados.

La historia de cómo Sanyústiz logró llegar a Estados Unidos es tan espectacular como los propios acontecimientos que tuvieron lugar el martes 1o de abril de 1980.

Los antecedentes: Era casi imposible obtener una visa para salir de Cuba. Los cubanos sólo tenían dos opciones: intentar un peligrosísimo cruce a través de costas fuertemente custodiadas, o buscar asilo en una embajada amiga bajo un acuerdo existente entre los países latinoamericanos.

Chofer de autobús desempleado, con 31 años de edad, Sanyústiz observó la actividad en torno a las embajadas durante casi un año. Al final decidió que la embajada del Perú era la más accesible.

Tramó el plan para aplastar la verja de la embajada junto con otros tres amigos: Radamés Gómez; Francisco Díaz Molina, chofer de la Ruta 79, que pasaba por la Quinta Avenida, frente a la embajada peruana, y María Antonia Martínez, en cuya casa los tres hombres se entrevistaron secretamente.

La tarde del 1o de abril, Sanyústiz manejó el autobús No. 5054 de Díaz Molina, fingiendo ser un aprendiz ``para acostumbrar a la gente a que me viera allí'' y para adquirir práctica en la conducción del nuevo vehículo.

A últimas horas de la tarde, Díaz Molina se comunicó con sus jefes, diciéndoles que una de sus gomas estaba peligrosamente desinflada y que iba a regresar para repararla. Todo era mentira.

En su lugar, hizo que los pasajeros bajaran del autobús y más adelante se detuvo para recoger a cuatro personas: Gómez; Martínez y su hijo de 12 años, Lázaro Vega, y el hijastro de Sanyústiz, de 18 años de edad, Arturo Quevedo.

Antes de partir, Díaz Molina buscó una medalla de Nuestra Señora de la Caridad del Cobre. Le pidió que rezaran a la santa patrona de Cuba pidiendo su protección.

Uno por uno, todos besaron la dorada medalla.

A unas cinco millas de la embajada peruana, Díaz Molina le pasó el timón a Sanyústiz. Gómez se sentó detrás de Sanyústiz, Díaz Molina en las escaleras. Todos los demás se acostaron en el piso del autobús.

Cuando estaban ya cerca de la embajada, Sanyústiz hizo un giro brusco y se estrelló contra una cerca. Pero había doblado demasiado pronto; esa no era la entrada. Cuando se dio cuenta de su error, Sanyústiz retrocedió, avanzó unas cuantas yardas más, proyectando el autobús a través de la verja de entrada.

Los centinelas cubanos que custodiaban la embajada rociaron de balas el autobús. Dos balas hicieron blanco en Sanyústiz, una en su pierna izquierda, la otra en la nalga derecha. Gómez sufrió heridas superficiales en la cabeza y la espalda.

Una bala mató a uno de los guardias, un policía del Ministerio del Interior, de 27 años. El gobierno cubano culpó a los secuestradores. Los peruanos declararon que un guardia accidentalmente le había disparado al otro.

Pero una vez dentro de la embajada, los cubanos estaban en territorio peruano y libres de arresto.

Los peruanos llevaron urgentemente a Sanyústiz y a Gómez al Hospital Militar Carlos J. Finlay para que les curaran las heridas. Los otros cuatro se quedaron en la embajada, al tiempo que las relaciones entre ambos países se iban deteriorando. Cuba quería que les entregaran a los asilados para su procesamiento. Los peruanos rehusaron.

El gobierno cubano, furioso, retiró a sus guardias de la embajada de Perú el Viernes Santo. Cuando la noticia se diseminó por toda La Habana, la gente comenzó a dirigirse por montones hacia la embajada. El sábado, los buscadores de asilo llegaban a más de 300. Ya al anochecer se contaban miles. El Domingo de Pascua, más de 10,000 personas se apretujaban en los terrenos pidiendo asilo político.

Al aumentar la presión, Cuba respondió anunciando la apertura del puerto de Mariel para quienes quisieran irse. En Miami los cubanos reaccionaron montando manifestaciones masivas en apoyo de los buscadores de asilo, alquilando todos los barcos disponibles y saliendo para recoger a los familiares.

A lo largo de La Habana, las turbas que apoyaban al gobierno tiraban piedras y huevos a los que querían irse, gritándoles insultos: ``¡Escoria!''. El tabloide Verde Olivo exhibía grandes titulares: ``Dejen que todos se vayan, ¡pero ellos no! ¡Ellos nunca se irán!'', decía refiriéndose a Sanyústiz y a los otros en el autobús.

También había turbas gritando ``¡Paredón... paredón!'' frente a la ventana de Sanyústiz en el hospital. ``Yo pensé que era seguro que moriría, o al menos que fuera a la cárcel por mucho tiempo'', recuerda Sanyústiz.

Para su sorpresa, representantes de los gobiernos cubano y peruano le hicieron una oferta de que se fuera calladamente a través del puerto de Mariel.

Sanyústiz pensó que era una trampa para quitarle su protección diplomática. Repetidas veces rehusó la oferta, hasta que su escolta peruano lo convenció de que era verdadera. Entonces les dijo que sólo se iría si su esposa Lucía y su hijo de cinco años, Héctor, también se iban.

El funcionario cubano que negociaba con él y con los peruanos aceptó, pero con una condición: Sanyústiz no le podía decir a nadie quién era.

En la noche tormentosa del 16 de mayo, Sanyústiz y su familia fueron llevados al Puerto del Mariel y montados a bordo del camaronero Gulf Star, rumbo a Cayo Hueso. Pero el hijo de Lucía, Arturo Quevedo, fue arrestado cuando trataba de salir de la embajada pretendiendo ser otro refugiado más, camino al Mariel.

``Hasta la fecha no sé cómo estoy aquí... por qué me dejaron salir'', dijo Héctor Sanyústiz.

Sólo reveló su identidad al FBI, que le aconsejó mantener una actitud discreta.

Al principio, la familia vivió con otros refugiados de Mariel en hoteles de Miami Beach, pagados por organizaciones de relocalización. Sanyústiz y su esposa pudieron encontrar trabajos de mantenimiento.

Pero Sanyústiz dice que sus heridas, que eran recientes y todavía dolorosas, le impidieron hacer ciertas labores. Mientras limpiaba las escaleras en un hotel, se cayó y la escoba que llevaba le volvió a abrir la herida de la pierna. El propietario del hotel le dio $800 (casi el sueldo de un mes) y lo despidió.

Con el dinero se compró un Oldsmobile de 1972 y salió a buscar otro trabajo.

El y su esposa habían oído hablar de un lugar en Hialeah que compraba latas de aluminio, por lo que se pasaron varias noches recogiendo latas por todo Miami Beach.

Regresaron a Hialeah para descubrir que todo ese trabajo duro iba a producirles solamente $8.

Los trabajadores sociales lo relocalizaron en Chicago, y luego en Houston, para probar su suerte. Pero la promesa de un buen trabajo se evaporó.

La suerte de la familia cambió cuando se mudó a la próspera área de Orlando, donde el matrimonio encontró trabajo fijo: ella en un vivero de plantas, él manejando un camión de construcción. En 1987 habían ahorrado suficiente dinero para el pago de entrada de una casa de $52,000 en Winter Garden. Hace dos meses, Héctor Sanyústiz vino a Miami para quedarse con su hermana gemela y buscar trabajo. Pero sufrió un ataque cardiaco. Lo llevaron urgentemente al Hospital Jackson Memorial, donde se sometió a una cirugía de desvío coronario para reparar tres arterias tupidas.

A pesar de las vicisitudes, dice que no lamenta nada.

``Me cansé de la opresión, de no ser nadie'', expresó Sanyústiz. ``Todos tienen el derecho a vivir como seres humanos''.

Copyright © 1998 El Nuevo Herald




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