Fabiola SAntiago, The Miami Herald Publicado el
domingo, 6 de septiembre de 1998 en El Nuevo Herald
Durante los últimos 18 años, Héctor Sanyústiz ha
sido uno más entre los anónimos refugiados del Mariel que luchan
por adaptarse a la vida en Estados Unidos tratando de encontrar un trabajo bien
pagado y criando a un hijo.
Pero hubo un momento en la vida de Sanyústiz en la que todo estuvo
fuera de lo común. Sus acciones sumergieron a tres países en un
caos diplomático, cambiaron para siempre la vida de cientos de miles de
cubanos y estremecieron el sur de la Florida.
Sanyústiz, que se recupera ahora en la casa de su hermana en
Opa-locka de una operación a corazón abierto, fue el hombre que en
1980 irrumpió en la embajada del Perú en La Habana, bajo una
lluvia de balas disparadas por los guardias cubanos.
Su dramática búsqueda de la libertad fue la llama que prendió
el conflicto diplomático que llevó a 10,000 cubanos a inundar la
embajada en un fin de semana, y echó a andar la estampida marítima
del Mariel, que en tres meses trajo al sur de la Florida 125,000 refugiados.
Hasta ahora, el paradero de Sanyústiz había sido un misterio.
``Yo no quería decirle a nadie quién yo era o hablar de lo que
hice'', dijo Sanyústiz, de 49 años. ``No soy del tipo de gente que
anda por ahí diciendo que es un héroe''.
Sanyústiz accedió a contarle a The Miami Herald su historia,
porque considera que ha pasado tiempo suficiente como para que el gobierno
cubano no emprenda más represalias contra la familia que dejó en
Cuba. Un hijastro que estaba con él en el autobús quedó en
la isla y cumplió tres años de prisión.
``No quiero morir sin contar mi historia'', dijo Sanyústiz.
Desempleado, con una salud frágil y con poco dinero, tiene la esperanza
de que un cineasta serio quiera comprar los derechos de su historia y lleve su
vida al cine.
The Herald pudo verificar la identidad de Sanyústiz mediante los récords
estatales de la Florida; documentos federales; recuentos en los periódicos
estadounidenses y cubanos de los acontecimientos de 1980; documentos personales
de Sanyústiz y entrevistas con familiares y amigos.
Para los muchos que recuerdan ``los 10,000 de La Habana'', como se conoció
a los refugiados en la embajada peruana, la revelación de que Sanyústiz
logró llegar a Estados Unidos en la estampida marítima del Mariel
y que ha vivido en este país todos estos años constituye una
verdadera sorpresa.
``Es la única historia del Mariel que no ha sido contada'', dijo
Wilfredo Allen, un abogado de Miami que ayudó a reubicar a los refugiados
durante el éxodo. ``Este hombre es como el padre del Mariel''.
Muchos creen que Sanyústiz y las otras cinco personas que iban en el
autobús permanecieron en Cuba, viviendo bajo la protección diplomática
de Perú a fin de evitar ser encarcelados.
La historia de cómo Sanyústiz logró llegar a Estados
Unidos es tan espectacular como los propios acontecimientos que tuvieron lugar
el martes 1o de abril de 1980.
Los antecedentes: Era casi imposible obtener una visa para salir de Cuba.
Los cubanos sólo tenían dos opciones: intentar un peligrosísimo
cruce a través de costas fuertemente custodiadas, o buscar asilo en una
embajada amiga bajo un acuerdo existente entre los países
latinoamericanos.
Chofer de autobús desempleado, con 31 años de edad, Sanyústiz
observó la actividad en torno a las embajadas durante casi un año.
Al final decidió que la embajada del Perú era la más
accesible.
Tramó el plan para aplastar la verja de la embajada junto con otros
tres amigos: Radamés Gómez; Francisco Díaz Molina, chofer
de la Ruta 79, que pasaba por la Quinta Avenida, frente a la embajada peruana, y
María Antonia Martínez, en cuya casa los tres hombres se
entrevistaron secretamente.
La tarde del 1o de abril, Sanyústiz manejó el autobús
No. 5054 de Díaz Molina, fingiendo ser un aprendiz ``para acostumbrar a
la gente a que me viera allí'' y para adquirir práctica en la
conducción del nuevo vehículo.
A últimas horas de la tarde, Díaz Molina se comunicó
con sus jefes, diciéndoles que una de sus gomas estaba peligrosamente
desinflada y que iba a regresar para repararla. Todo era mentira.
En su lugar, hizo que los pasajeros bajaran del autobús y más
adelante se detuvo para recoger a cuatro personas: Gómez; Martínez
y su hijo de 12 años, Lázaro Vega, y el hijastro de Sanyústiz,
de 18 años de edad, Arturo Quevedo.
Antes de partir, Díaz Molina buscó una medalla de Nuestra Señora
de la Caridad del Cobre. Le pidió que rezaran a la santa patrona de Cuba
pidiendo su protección.
Uno por uno, todos besaron la dorada medalla.
A unas cinco millas de la embajada peruana, Díaz Molina le pasó
el timón a Sanyústiz. Gómez se sentó detrás
de Sanyústiz, Díaz Molina en las escaleras. Todos los demás
se acostaron en el piso del autobús.
Cuando estaban ya cerca de la embajada, Sanyústiz hizo un giro brusco
y se estrelló contra una cerca. Pero había doblado demasiado
pronto; esa no era la entrada. Cuando se dio cuenta de su error, Sanyústiz
retrocedió, avanzó unas cuantas yardas más, proyectando el
autobús a través de la verja de entrada.
Los centinelas cubanos que custodiaban la embajada rociaron de balas el
autobús. Dos balas hicieron blanco en Sanyústiz, una en su pierna
izquierda, la otra en la nalga derecha. Gómez sufrió heridas
superficiales en la cabeza y la espalda.
Una bala mató a uno de los guardias, un policía del Ministerio
del Interior, de 27 años. El gobierno cubano culpó a los
secuestradores. Los peruanos declararon que un guardia accidentalmente le había
disparado al otro.
Pero una vez dentro de la embajada, los cubanos estaban en territorio
peruano y libres de arresto.
Los peruanos llevaron urgentemente a Sanyústiz y a Gómez al
Hospital Militar Carlos J. Finlay para que les curaran las heridas. Los otros
cuatro se quedaron en la embajada, al tiempo que las relaciones entre ambos países
se iban deteriorando. Cuba quería que les entregaran a los asilados para
su procesamiento. Los peruanos rehusaron.
El gobierno cubano, furioso, retiró a sus guardias de la embajada de
Perú el Viernes Santo. Cuando la noticia se diseminó por toda La
Habana, la gente comenzó a dirigirse por montones hacia la embajada. El sábado,
los buscadores de asilo llegaban a más de 300. Ya al anochecer se
contaban miles. El Domingo de Pascua, más de 10,000 personas se
apretujaban en los terrenos pidiendo asilo político.
Al aumentar la presión, Cuba respondió anunciando la apertura
del puerto de Mariel para quienes quisieran irse. En Miami los cubanos
reaccionaron montando manifestaciones masivas en apoyo de los buscadores de
asilo, alquilando todos los barcos disponibles y saliendo para recoger a los
familiares.
A lo largo de La Habana, las turbas que apoyaban al gobierno tiraban piedras
y huevos a los que querían irse, gritándoles insultos: ``¡Escoria!''.
El tabloide Verde Olivo exhibía grandes titulares: ``Dejen que todos se
vayan, ¡pero ellos no! ¡Ellos nunca se irán!'', decía
refiriéndose a Sanyústiz y a los otros en el autobús.
También había turbas gritando ``¡Paredón... paredón!''
frente a la ventana de Sanyústiz en el hospital. ``Yo pensé que
era seguro que moriría, o al menos que fuera a la cárcel por mucho
tiempo'', recuerda Sanyústiz.
Para su sorpresa, representantes de los gobiernos cubano y peruano le
hicieron una oferta de que se fuera calladamente a través del puerto de
Mariel.
Sanyústiz pensó que era una trampa para quitarle su protección
diplomática. Repetidas veces rehusó la oferta, hasta que su
escolta peruano lo convenció de que era verdadera. Entonces les dijo que
sólo se iría si su esposa Lucía y su hijo de cinco años,
Héctor, también se iban.
El funcionario cubano que negociaba con él y con los peruanos aceptó,
pero con una condición: Sanyústiz no le podía decir a nadie
quién era.
En la noche tormentosa del 16 de mayo, Sanyústiz y su familia fueron
llevados al Puerto del Mariel y montados a bordo del camaronero Gulf Star, rumbo
a Cayo Hueso. Pero el hijo de Lucía, Arturo Quevedo, fue arrestado cuando
trataba de salir de la embajada pretendiendo ser otro refugiado más,
camino al Mariel.
``Hasta la fecha no sé cómo estoy aquí... por qué
me dejaron salir'', dijo Héctor Sanyústiz.
Sólo reveló su identidad al FBI, que le aconsejó
mantener una actitud discreta.
Al principio, la familia vivió con otros refugiados de Mariel en
hoteles de Miami Beach, pagados por organizaciones de relocalización.
Sanyústiz y su esposa pudieron encontrar trabajos de mantenimiento.
Pero Sanyústiz dice que sus heridas, que eran recientes y todavía
dolorosas, le impidieron hacer ciertas labores. Mientras limpiaba las escaleras
en un hotel, se cayó y la escoba que llevaba le volvió a abrir la
herida de la pierna. El propietario del hotel le dio $800 (casi el sueldo de un
mes) y lo despidió.
Con el dinero se compró un Oldsmobile de 1972 y salió a buscar
otro trabajo.
El y su esposa habían oído hablar de un lugar en Hialeah que
compraba latas de aluminio, por lo que se pasaron varias noches recogiendo latas
por todo Miami Beach.
Regresaron a Hialeah para descubrir que todo ese trabajo duro iba a
producirles solamente $8.
Los trabajadores sociales lo relocalizaron en Chicago, y luego en Houston,
para probar su suerte. Pero la promesa de un buen trabajo se evaporó.
La suerte de la familia cambió cuando se mudó a la próspera
área de Orlando, donde el matrimonio encontró trabajo fijo: ella
en un vivero de plantas, él manejando un camión de construcción.
En 1987 habían ahorrado suficiente dinero para el pago de entrada de una
casa de $52,000 en Winter Garden. Hace dos meses, Héctor Sanyústiz
vino a Miami para quedarse con su hermana gemela y buscar trabajo. Pero sufrió
un ataque cardiaco. Lo llevaron urgentemente al Hospital Jackson Memorial, donde
se sometió a una cirugía de desvío coronario para reparar
tres arterias tupidas.
A pesar de las vicisitudes, dice que no lamenta nada.
``Me cansé de la opresión, de no ser nadie'', expresó
Sanyústiz. ``Todos tienen el derecho a vivir como seres humanos''.
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