Enero 5, 1998

La Habana difunta para un Infante premiado


Cabrera Infante, que ya a finales de los 60 lamentó el deterioro de la capital cubana, si la contemplara ahora no la podría reconocer.
TANIA QUINTERO

4 de enero de 1998 en El Nuevo Herald
TANIA QUINTERO

Desde su creación, España ha otorgado el Premio Cervantes a tres cubanos. Al novelista Alejo Carpentier, militante del Partido Comunista que a la sazón residía en París y falleció en 1980; a la poeta Dulce María Loynaz, autoexiliada en su mansión habanera desde que triunfó la revolución y fallecida en 1997; y ahora lo acaba de recibir el escritor Guillermo Cabrera Infante, quien hace 30 años decidió echar raíces en Londres.

Entre 1959 y 1961 debo haber visto alguna vez a Cabrera Infante, porque en esa época el periódico Revolución, dirigido por Carlos Franqui, quedaba en la misma cuadra de las oficinas del Comité Nacional del Partido Socialista Popular donde yo laboraba como mecanógrafa.

Si me tropecé o no con el gibareño ilustre no importa, porque lo que quiero rememorar en esta crónica es que ya en la esquina de Oquendo y Carlos III hace tiempo no existe el cafetín que allí había y donde políticos, periodistas y linotipistas iban a tomar café.

A dos cuadras, en Oquendo y Peregrinos, detrás de la antigua empresa eléctrica, todavía está en pie la cafetería—entonces moderna—donde uno se podía tomar la mejor limonada frapé de La Habana. Pero hace años que en su oferta, con suerte, se encuentran croquetas de ``averigua qué'', hamburguesas de masa cárnica (también para averiguar sus componentes), y refrescos de fresa, antes llamados guachipupa, y ahora caricia, nombre de una marca de refrescos instantáneos hechos en Chile, los más vendidos desde que en el monedero, junto al peso, nos hemos vistos precisados a guardar dólares.

En Reina y Belascoaín, antes de llegar a la iglesia y frente a la Casa de los Tres Kilos—hoy shopping Yumurí--, había otro cafetín similar al lado del periódico Revolución, donde Cabrera Infante era periodista. A este cafetín era al que yo solía ir con mi padre y algún otro empleado del PSP a tomar café con leche y tostadas con mantequilla que, si la memoria no me falla, costaba diez centavos la combinación. Te echaban la leche humeante, y el café acabado de colar, a gusto: ``Más claro o más oscuro''. No era una taza de las tradicionales, sino una jarra de cristal que nunca más he vuelto a ver. Desapareció como han desaparecido tantas cosas en nuestra vida. Para nunca más volver.

El café con leche siempre fue para los habaneros como el té para los ingleses, con la diferencia de que se tomaba a cualquier hora. Ahora es un lujo. En la misma cuadra del cafetín de mis cafés con leche adolescentes, por la calle Belascoaín, había un pequeño comercio donde el más nostálgico de los provincianos podía adquirir dulces típicos de su región. Había queques, casabe, pru oriental, cacao en bolas, cucuruchos de Baracoa, raspaduras, guayaba en barras, mermelada o casquitos, turrón de maní, boniato, tamarindo en pulpa azucarado, queso blanco de jicotea, cremitas de leche de Cascorro, coquitos blancos, prietos y acaramelados, miel de abeja de la tierra... Golosinas hoy muy difíciles de encontrar y que las nuevas generaciones ni conocen: para ellas lo mismo son los chicles, los chocolates Nestlé, los chupa-chupa y las laticas de refrescos, todos productos importados.

Si uno tenía un peso sobrante en el bolsillo, caminaba varias cuadras, como en busca del mar. Y en Zanja y Belascoaín, casi al lado de la funeraria, se podía dar un banquete. En el bar-cafetería OK preparaban los mejores sandwiches de la ciudad, que se acompañaban con una botella de malta. Cerca quedaba el barrio chino, cuando era chino de verdad y no el simulacro que es ahora.

Un poco mas lejos estaba la plaza, un verdadero mercado, abierto las 24 horas. En las cuatro esquinas de Cuatro Caminos había lugares para tomarse un trago, comer, o simplemente echar un níquel en la victrola y al compás de un bolerón enamorar o descargar entre amigos. Igual ocurría varias cuadras hacia arriba, en la Esquina de Tejas, con las vidrieras quincallas, ofreciendo servicio de lunes a domingo. En el centro de La Habana, en Neptuno y Consulado, se tomaban inmejorables batidos de frutas, sobre todo de anón, fruta casi desaparecida de la dietética nacional. En el Café Raúl, o por los bares de la playa de Marianao. En todas partes había vida, de día o de noche. Por la playa de Marianao deambulaba un negro que en cualquier pared ponía con tiza ``Chori''. Cuando él tocaba los cueros, la montaña rusa del Coney Island, el mejor parque de diversiones del país, se movía sola.

La calle Monte, famosa por sus comercios populares, es como una ramera travestida, con tiendas por divisas enrejadas en medio de una zona de marginales. Los alrededores del Parque Central, con la peña que diariamente discute de béisbol, se ha ido quedando para turistas. Donde una vez se levantó El Encanto, la tienda más elegante de La Habana, ahora hay un parque que atrae a buscavidas y homosexuales, todos de la clase E (empobrecida).

De los cines, ni hablar. Apenas quedan en pie los utilizados como sede de los festivales de cine latinoamericanos. En pleno ``socialismo'', el dólar lo ha ido sustituyendo todo. Una octogenaria del lugar cuenta que en noches calurosas, cuando se asoma a su ventana, ve a Leslie Caron y a Cyd Charisse bailando bajo la lluvia. De una fuente llena de monedas salen dos caballeros con sendos paraguas. ``Ya no distingo bien, pero uno de ellos es Fred Astaire''. ¿Y el otro?Yo quiero imaginar que es un tipo de piel mestiza y mirada penetrante que lleva consigo una Habana bañada por el mar, llena de café, luces y victrolas, desbordante de música y libertad.

© Cuba Press

Copyright © 1998 El Nuevo Herald




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