Frank Correa

LA HABANA, Cuba, junio (www.cubanet.org) - Cuenta un pescador de Jaimanitas apodado Ñico, respetuoso de la naturaleza, que la otra anoche cometió un crimen cuando, acosado por el hambre y los caminos sin salidas, buscó una carnada, se fue hasta el muro de Los Marinos y apostó su suerte a un tiro. El anzuelo cayó como a cuarenta metros de la orilla, y Ñico esperó. Desde allí veía el litoral habanero hasta El Morro, marcando en su trayecto los hoteles Comodoro, Tritón, Neptuno, Chateau, y más al fondo, la torre  de la Plaza de la Revolución, el Focsa, el Habana Libre y la cúpula del Capitolio. 

Si lograba pescar algo su familia comería. Las tropas guardafronteras terminaron quitándole el bote de corcho que era su único medio de sustento, y además, tenía que pagar cinco mil pesos de multa. De pronto sintió un tirón en el sedal, el carrete se estremeció. En efecto, un pez rondaba la carnada. Se quedó quieto, observando el agua. Sintió otro tirón y su corazón latió de prisa.

En su trayecto en busca de comida el pez había encontrado la sardina, atravesada en su mitad por algo duro y con brillo. Ñico estaba cansado de perseguir inútilmente pizcos y cardúmenes imposibles por la rapidez con que huían. Su alimentación se redujo, en los últimos tiempos a la basura que botaba la gente en la orilla. Se había convertido en una especie de buitre submarino.

Fue el momento en que el hombre jaló con fuerza y lo enganchó. Tras cierta resistencia lo sacó afuera, donde murió a los pocos minutos. Cuando llegó a su casa vio que era un tipo de pez muy extraño, con la cabeza como una cofia. Incluso su mujer, hija de pescadores, jamás había visto un pez tan raro. Dijo que no lo comería.

--Con el hambre que tengo tampoco lo comí -dijo Ñico-. Me  siento  como si hubiera cometido un crimen. Tal vez era el último ejemplar de alguna raza extraña y por mi desesperación, tal vez la extinguí.

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