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Por encima de cualquier otra premisa

Vicente Escobal

MIAMI, Florida, julio, www.cubanet.org -Los pueblos sometidos   a regímenes totalitarios y caudillistas exhiben en su actividad social, política y cultural  la personalidad del  caudillo.  Cuba es un ejemplo  de este singular fenómeno.
Antes de la llegada al poder del actual sistema, los cubanos poseían una especial condición en sus relaciones interpersonales.  Mas allá  del nivel cultural, de la posición económica, del color de la piel, de las opiniones políticas  e incluso de las preferencias sexuales,  existía  “algo” que mantenía unido a los cubanos.  Ese “algo” se llamaba conciencia nacional, sentido  de la identidad, cubanía.

No éramos un pueblo dividido por  intereses territoriales o diferencias lingüísticas. Bastaba la condición de ser cubano.  Y ser cubano significaba situarse más allá de cualquier categorización racial o étnica. El cubano siempre estuvo orgulloso de su condición. Jamás nos consideramos  hispanos o latinos. Nunca identificamos al negro cubano  como afrodescendiente.  Llegamos a otorgar a la palabra “negro” un atributo de familiaridad y de pertenencia.  El término  “mi negro”  jamás fue percibido como un vocablo discriminatorio u ofensivo.

Respetábamos al inmigrante sin importar su origen nacional y le brindábamos todas las facilidades para que se estableciera entre nosotros  y  formara su propia familia.

Al turista no lo asediábamos en las calles: lo recibíamos con cortesía y hospitalidad.  Nunca tuvimos que soportar  la cruel humillación de no poder compartir con un visitante  extranjero  o acceder a las instalaciones donde éstos se alojaban o recreaban.

Nuestros desacuerdos generalmente se derivaban de  las preferencias deportivas.  Las discrepancias políticas e ideológicas  se solventaban en los procesos electorales. Nunca un cubano  discriminó a otro cubano por ser ortodoxo, demócrata, liberal, incluso comunista.  No conocí un solo caso de un cubano censurando a un compatriota por sus opiniones políticas.

Teníamos  un sentido de la familiaridad muchas  veces  desproporcionado. La familia podía trascender  los marcos del hogar.   El hermano resultaba, a veces, el vecino más cercano”. Respetábamos al anciano, a la mujer embarazada, al vendedor ambulante, al limpiabotas, al repartidor de periódicos, al discapacitado, al demente. Sentíamos  orgullo al  saber que por nuestras calles deambulaban  el Caballero de Paris,  la Marquesa, Juan Charrasqueao,  La China  y muchísimos otros personajes que adornaban nuestro entorno  con sus ingeniosidades y  chifladuras.

Poseíamos un  admirable sentido de superación personal. Todos queríamos que nuestros hijos nos superaran siempre y  en todo cuanto emprendieran  y que alcanzaran una educación esmerada. Podíamos seleccionar libremente el tipo de enseñanza que más se adecuara a nuestras tradiciones, nuestros intereses  o nuestra  economía. 

Éramos un pueblo con raíces muy profundas, con un  arraigado sentido de pertenencia a aquel  cielo y a aquella  tierra. Orgullosos de nuestras palmas, de nuestros paisajes, de nuestra historia, de la acritud de nuestro vino. Un pueblo que vivió episodios de ruptura constitucional y de intensas conmociones políticas y sociales que lograba superar sin la más mínima señal de  traumáticas huellas en su  acontecer  histórico.

La idea de emigrar  jamás  se apoderó de nosotros.  Vivíamos con otras expectativas, otras metas. Queríamos demostrar nuestros valores en nuestra propia tierra.  Y lo lográbamos cuando el esfuerzo, la responsabilidad y la disciplina  aventajaban   la fatiga o la dejadez.

Así éramos.   Hasta un día cuando  todo cambió.

Un extraño diluente fue deshaciendo todo cuanto nos identificaba  como pueblo y definía como nación.

Las relaciones interpersonales  se hundieron en una enrarecida atmósfera de resentimientos, desconfianzas y  rivalidades.  La patria dejó de ser el hogar de todos para convertirse en la propiedad de unos pocos.    Los padres perdieron la  soberana autoridad de elegir el tipo de educación que deseaban para sus hijos y los hijos pasaron a ser una especie de propiedad estatal.

La columna que sostenía con firmeza el desarrollo de la sociedad  se desplomó bajo el ímpetu de un sistema que invocaba la unidad para dividir mejor.

Comportamientos antes  repudiados por la sociedad emergieron en las relaciones humanas.  Aquel cubano  pacifico, solidario y cordial  pasó a ser una fiera dispuesta a atacar y devorar. Las carencias materiales y éticas más elementales favorecieron  un clima de tirantez que ha hecho al cubano una persona desconocida, inclusive, ante sus propios ojos.

La personalidad del caudillo, y su  aberrada interpretación del hombre, la sociedad y los procesos históricos,  se apoderó  paulatinamente de todos los estratos sociales.

Cuba  ha sido despojada de sus atributos y hay en ella mucho más de pérdidas que de conquistas. 

El ejercicio incondicional de la libertad, la promoción de una política de respeto a los derechos humanos y el rescate  de los valores éticos y morales que la enaltecían  no pueden ser una estrategia ideológica ni una sórdida componenda partidista.

Se dice que el pueblo cubano ha alcanzado  ya  su  plena madurez política.  Si realmente se quieren formar a los ciudadanos del futuro, resulta inaplazable que ese pueblo ponga a prueba esa madurez  y reconozca su derecho a la diversidad,  sustentada en la dignidad por encima de cualquier otra premisa.




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