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Un día en El depósito

Frank Correa

LA HABANA, Cuba, febrero (www.cubanet.org) - La policía fue a detenerme  el 4 de febrero, al salir el sol, para impedir que cubriera la reunión de la organización Agenda para la Transición Cubana. Un agente vestido de civil que se identificó como oficial del Departamento de Seguridad del Estado, me señaló un  patrullero con tres policías esperándome en la puerta. Les ordenó que me llevaran para la estación de policía de Playa.

La 5ta. estación estaba llena. Me metieron en una celda grande, tapiada, conocida como El  depósito, que se fue llenado poco a poco a medida que avanzó la mañana, de hombres declarados ilegales al no tener el cambio de dirección transitorio que  exigen para poder andar en La Habana, y a otros por no portar el carné de identidad, y a vendedores callejeros capturados en plena faena por los autos patrulleros, y  a uno que declararon sospechoso  mientras esperaba el ómnibus en una parada.

Al rato metieron a Emilio Leyva, presidente del partido opositor 30 de noviembre, de la Unidad Liberal, y miembro de Agenda, reconocido por sus continuas  actividades contestatarias. Después, a  Denis Pupo, ex preso político  que estuvo con Huber Matos en La Cabaña; lo acompañaba Juan Carlos González Rodríguez, presidente del Partido por los Derechos Humanos en Holguín, todos invitados a la reunión.

A las doce, El depósito estaba lleno, un preso comenzó a pedir comida, llamó al  llavero, un policía mulato, flaco,  medio loco, que gritó con furia que no lo llamaran tanto, y que lo dejaran trabajar.

Se  burlaron de él diciéndole que eso no era un trabajo.  El llavero los amenazó con caerles a palos, pero nadie le hizo caso. El preso volvió a pedir comida, dijo que estuvo en la guerra de Angola, por inocencia, y  que también fue  policía, por ignorancia. Ladeó la cabeza, mostró una vieja herida causada por fragmentos de granada. Dijo que lo habían cogido esa mañana, borracho, en el Tropikín, preguntó si eso  era un delito, porque como único se podía vivir en este país era borracho. “Ahora mismo me está doliendo la cabeza, necesito una duralgina”. El llavero lo mandó al carajo. Repitió que al que cogiera fumando lo  iba a moler a palos.

Otro  dijo que lo habían cargado por mostrarles a unos turistas la heladería Coppelia. Alguien comenzó a hablar mal del gobierno, Emilio Leyva aprovechó y tomó la palabra, hizo una arenga sobre  la necesidad de unión entre los cubanos para luchar contra la dictadura. Señaló a Pupo como un ejemplo del presidio político histórico. Callado y digno, sentado en el banco al fondo del depósito, Pupo encendió un cigarro. Varios presos se acercaron con admiración y le pidieron cigarrillos. Repartió los tres que le quedaban en la caja, el llavero entró como un demonio, le quitó los cigarros y los rompió. También le quitó un mocho de tabaco a uno que estaba preso por vender caramelos en la calle. El  borrachín volvió a pedir una duralgina y comida. El llavero se  enfureció más, gritó que no iban a salir nunca más de allí.

Al rato varios presos pidieron  comida. “Porque deben darnos comida. ¿O no?”. Todos hablaban mal del gobierno. Uno dijo que a varios músicos de la  Charanga Habanera, que recientemente realizó una gira por los Estados Unidos, los metieron presos al regresar. Aseguró que al pianista, que vivía en Luyanó, cerca de la casa  de su madre, se lo habían llevado para el técnico, y estaba bajo investigación por invertir el estribillo “Ella llorando en Miami y yo gozando en La Habana”.  Le dije que eso no era cierto, pero  lo juró por su madre.

A la una y media  el llavero llevó a varios prisioneros al baño, a  orinar, de uno en uno. Los presos le pidieron agua, trajo un jarro para los que tuvieran sed. Y dijo que no lo molestaran más. Las horas pasaron  más lentas a medida que avanzaba la tarde,  y entraron más detenidos. Uno  por estar vendiendo una paloma, otro por vender aromatizante, otro por vender yogurt.

-¡La comidaaaaaaaa…! –gritaban los presos.

A las tres el llavero dijo que  se pusieran de acuerdo, solo había diez comidas. Los que estábamos allí por la reunión de Agenda renunciamos  a comer, pero los otros treinta y pico se miraron con mala cara. Uno salió del grupo, y decidido, tomó una bandeja. Lo siguieron nueve reclusos, decididos como él, entre ellos el borracho. Me acerqué a ver qué daban de comida: arroz blanco y picadillo de soya, lo mismo que en la calle.

Luego reinó el silencio,  y el día se hizo más largo. A las  cinco resultó inconcebible para muchos la espera  y comenzaron a protestar. El depósito se  oscurecía rápidamente por la ausencia de bombillos y ventanas. Ya bien tarde comenzaron a soltar a los que estaban presos por gusto. Primero al de la paloma, luego al del yogurt, al vendedor de caramelos, al sospechoso, al guía turístico, a los indocumentados. A  las seis  vino un teniente a buscar a los ilegales,  para deportarlos en el tren a sus provincias.

Los últimos en salir fuimos nosotros, los de Agenda para la Transición.



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