Frank Correa
LA HABANA, Cuba, agosto (www.cubanet.org) - Hace poco, uno de los caricaturistas que persiguen extranjeros por La Habana Vieja para dibujarlos y cobrarles en pesos convertibles, perdió la vista de repente la vista. Se llama Jorge Félix Urgellés, vive en un solar de la calle Salud. Narro detalladamente cómo sucedió la tragedia.
El mes pasado estaba recostado a una columna del Palacio de los Capitanes Generales, al acecho de extranjeros, cuando vio acercarse a un hombre muy conocido: Gabriel García Márquez. Caminó junto al escritor, apoyando un cartón sobre el antebrazo a manera de caballete trazó varias curvas y puntos. Con precisión llenó de pelos lo que convirtió en cabeza y le estalló una raya como sonrisa. Igual que cinco años atrás, Gabo elogió al caricaturista, pero se disculpó porque sólo llevaba billetes grandes. Le dio unas monedas y se unió a una mujer que en aquel momento fotografiaba el Palacio del Segundo Cabo.
Allí mismo, en la Plaza de Armas, frente a la estatua de Carlos Manuel de Céspedes, y mientras contaba la calderilla, llegó aquella extraña invasión de luz. Dice Urgellés que quizás la angustia diaria por mantener a su familia, o la falta de alguna vitamina, borraron de repente sus facultades. Pero antes de quedarse ciego sucedió algo. Por unos segundos su visión se esclareció, a tal punto, que pudo ver la matrícula de un auto que pasaba a doscientos metros por la Avenida del Puerto.
Enfocó, junto a la lejana iglesia de San Francisco de Asís, a una mulata joven, vestida de novia, posando junto a la estatua del Caballero de París con su novio, un extranjero viejo. Giró su vista ciento ochenta grados sobre la bahía. El petróleo se acumulaba en la orilla, y los pájaros buscaban insectos en la basura.
Más allá distinguió claramente la iglesia de Regla con sus puertas abiertas, y en el muelle de atraque la lancha Baraguá, raptada en tres ocasiones, preparando otra vez el cruce de la rada. Vio claramente las chimeneas de la refinería Ñico López, y más lejos aún el pueblo de Guanabacoa.
De pronto, como en la pantalla de un cine, todo quedó a oscuras, el caricaturista empezó a gritar, restregándose los ojos. Estaba parado frente a la estatua del Padre de la Patria con las monedas que el premio Nobel de Literatura le entregara por la caricatura, ya trastornado por la ceguera.
Su grito llamó la atención de un policía, que lo ayudó a llegar hasta un banco donde Félix lloró como un niño.
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