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Cuentos gratis

Frank Correa

LA HABANA, Cuba, enero (www.cubanet.org) - Mireya Zaldívar, una anciana  que vive sola con su hijo inválido en calle 3ra. entre 226 y 228, en Jaimanitas,  contó una historia que se inicia con el accidente de su hijo Enrique en la ponchera de Montufar, a la entrada del pueblo, que  posee  el único compresor de aire en varias millas, y donde se cogen ponches a neumáticos de autos, motos, bicicletas.

Enrique trabajaba en una unidad militar de Pinar del Río, como trabajador civil  de mantenimiento, pero quedó excedente en 2006 por falta de contenido de trabajo. Cuando el viejo Montufar abrió la ponchera, lo puso a coger ponches y echar aire, junto a otro muchacho desempleado del barrio. Hace unos meses le reventó un neumático en la mano y fue lanzado sobre un montón de hierros. Se clavó una cabilla en la espalda que le interesó dos vértebras y lo dejó postrado para el resto de su vida.

Como el joven no tiene padre ni  hermanos, Mireya pasó las de Caín durante todo el proceso de la intervención quirúrgica  y la convalecencia en el hospital. Al  llevarlo para la  casa reafirmó que Enriquito sólo la tenía a ella y a su exigua pensión de 120 pesos mensuales, que no alcanzaba para cubrir los gastos de la casa y las medicinas. Se enteró que estos casos eran atendidos por el departamento de asistencia social de la policlínico, donde la autorizaban a recibir los medicamentos gratis.

Mireya fue al departamento y allí le comunicaron que debía dirigirse a la casa del SIDA, situada en la zona de Atabey, donde  entregan las planillas. Cuando llegó allí, una doctora le informó que la empleada de esa área pidió la baja y no la habían remplazado. Le dieron un número de teléfono para que llamara antes de ir a otro local donde atenderían su caso, pero siempre recibía la misma respuesta, hasta un día que le dieron otra dirección, 13 y 36, en el reparto Buenavista, donde en lo adelante se recibirían las solicitudes.

En 13 y 36  le notificaron que regresara al hospital, a solicitar un documento expedido por el equipo médico que realizó la operación, con  los datos personales y las firmas de todos los facultativos que participaron, algo que no pudo conseguir, ya que un médico se encontraba trabajando en Venezuela y otro  en una misión internacionalista en Pakistán. 

Pidió una entrevista con el director del hospital; suplicó  que hiciera una excepción con su hijo y por fin le entregaron el documento. Regresó a la policlínica de Jaimanitas, pero la encargada de la asistencia social había salido  de vacaciones. Al reincorporarse en diciembre, le informó que el próximo paso era una  declaratoria de un bufete que certificara que el enfermo no contaba con más familiares.

Angustiada  por tantas carreras, Mireya le preguntó  a la empleada de asistencia social si faltaban muchos trámites.

-Estás a mitad de camino; faltan  las firmas y los cuños de la  Dirección Provincial de Salud Pública, que queda en  La Rampa, y de la Comisión de Asistencia Social, que está en La Habana Vieja, además de la autorización de la tarjeta firmada por el propio ministro, y una carta de solicitud personal que debes redactar, de puño y letra, con la firma de dos testigos.

Mireya había gastado dos meses de  pensión en trámites. Juró que con el cobro siguiente iría  a la farmacia a comprar las medicinas. Hoy  está segura de haberse ahorrado con esa decisión muchas  molestias y decepciones. Dice que cuando limpia  la herida de su hijo, o lo peina, le cuenta  los cuentos de la cucarachita Martina,  el soldadito de plomo, la caperucita roja, como si Enriquito fuese un niño de meses, que no conoce el mundo al que lo han traído.

 




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