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¿Dariel o Mónica?

Leafar Pérez 

LA HABANA, Cuba, octubre (www.cubanet.org) – “Me llamo Mónica”, me dijo al presentarse. Una más dentro del grupo de adolescentes que me visitan para que les ayude con sus estudios de la historia de Cuba. No quieren repetir que el coronel Elpidio Valdés, personaje ficticio de un conocido dibujo animado, es un héroe de nuestras guerras independentistas.

Entre todos, Mónica me llama  la atención, el sexto sentido me dice que hay algo diferente en ella. Entre fechas, nombres de héroes y batallas, intento averiguar qué hay de extraño en su personalidad.

Los demás lo notan y sonríen, pícaros. Mónica también sonríe y aclara la duda. “Realmente me llamo Dariel, pero no soy homosexual, soy una muchacha atrapada en un cuerpo que no me pertenece”.

Terminada la tarea, le pido a Mónica o Dariel que se quede, y si está de acuerdo me cuente un poco de su vida. Acepta, pues confiesa que no tiene nada qué ocultar.

“Desde los tres años sentí que no era varón, sino niña”. Su familia intentó tratamientos y ayuda psicológica, pero nada. Sus hormonas han formado un cuerpo que, sin ser exuberante, se acercan bastante al de una mujer.

Pero algo empaña la mirada de Mónica. A estas alturas del diálogo pienso que decirle su otro nombre es ofenderla. A pesar de las gestiones de su madre para que le dejen vestir como mujer, las autoridades escolares se empeñan en que use uniforme masculino. Esto provoca burlas, ofensas y, en ocasiones, agresiones de sus condiscípulos. Esta situación ha provocado varios cambios de escuela.

-Si me dejaran usar el pelo largo o una peluca nadie sabría que soy varón. Pero ningún director de escuela se atreve a permitirlo. Dicen que eso va contra los reglamentos y que autorizarme les puede costar el puesto. Tampoco tengo derecho a cambiar de sexo pues esa operación en este país solamente se realiza bajo la autorización del Centro Nacional de Sexología. Solamente ellos tienen derecho de decidir quién es de cada sexo, lo demás no cuenta, sólo su criterio. A pesar de las campañas que han impulsado para que nos toleren o nos dejen vivir de acuerdo a como nos sentimos, es sólo eso, campañas y nada más.

Me cuenta que ella no es el único caso y que está enamorada. Su novio es de otra escuela, y le gustaría formar con él una familia. Mientras, se divierte como cualquier joven, sus amigas le ayudan a vestirse y como cualquiera de ellas baila en las discotecas y “salsea” con muchachos.

Al despedirse me dice: “Queremos solamente que nos ayuden y nos respeten y no nos vean como marcianos o enfermos”. Mientras se alejaba moviendo las caderas, sentí que con ella iban las esperanzas y tristezas de un sector de la sociedad, que espera porque un día se derriben las murallas de la incomprensión y tengan, al fin, el sitio que merecen como seres humanos.

 

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