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Tácticas y estrategias   
        
Jorge Olivera Castillo, Sindical Press  

LA HABANA, Cuba, octubre (www.cubanet.org) - La legalidad es irreparable en los talleres del socialismo. Es una obligación acudir al delito para sobrevivir. Encontrar otros caminos para escapar de la escasez y del racionamiento, se convierte en una búsqueda entre la trivialidad y la utopía.

Violar las leyes con tal de rebajar los tonos de la pobreza, se ha convertido en algo rutinario. No es posible pensar que el estado esté al margen de las miles de transgresiones cometidas día a día en el país. Ante la situación, hay que pensar en cierto nivel de tolerancia como parte de una estrategia de compensaciones indirectas para impedir la ruptura del tejido social.

Al permitir un sustancial número de actividades en el mercado negro, se logran dos propósitos bien definidos: por un lado se llena el vacío dejado por los bajos niveles  productivos y la ineficiencia del modelo estatal que se traducen en sueldos irrisorios. Los trabajadores tienen una puerta de emergencia para procurarse u ofertar servicios y productos robados en sus respectivos centros laborales. Además, con tales maniobras se consigue saltar la barrera del salario promedio mensual ascendente a unos 21 dólares.

El otro fin que subyace en el fondo es mantener engrasada una de las secciones del mecanismo represivo.  Cada ciudadano sorprendido en el ejercicio de sus actividades económicas ilícitas se convierte en un potencial colaborador de la policía a cambio del perdón. Es decir, que el chantaje obra como un correctivo para domesticar a la sociedad.

El voto unánime en las elecciones y la asistencia multitudinaria a los actos políticos convocados por las instancias oficiales, son algunos de los éxitos conseguidos gracias a un ambiente de postración moral y perjuicios éticos de gran parte de la población.

La imposición de este esquema deja un saldo marcadamente desfavorable en términos sociales. Mientras una élite ha logrado entronizarse en el poder mediante subterfugios maquiavélicos, cuatro generaciones de cubanos se hunden en el cieno de las malas costumbres, la indecencia y el trastorno de la personalidad. 
 
¿Por qué al robo se le llama “resolver” como una forma de legitimarlo? ¿Cómo es posible que se ensalcen los logros de miles de jóvenes prostitutas, en no pocos núcleos familiares, dentro de una revolución socialista que presuntamente eliminó los lastres del capitalismo? Las estadísticas que muestran esas distorsiones no salen en los periódicos, ni en la televisión, ni en los espacios radiales.

De vez en cuando hay amagos de denuncia, tibias coberturas sobre un problema que ha hecho metástasis y que amenaza con pudrir las esperanzas de un futuro mejor, sin la sombra del unipartidismo y la ideologización a ultranza.

Cuba no es ese país de las postales con paisajes paradisíacos. En la profundidad de un socialismo tan difícil de explicar en términos lógicos, hay una crisis que golpea a las instituciones y los sectores de una población harta de censuras y restricciones.

En Cuba la ilegalidad es cultura de masas. Un estilo de vida al que nadie escapa. Y es complicado explicar, en detalles, un disparate de magnitudes insospechadas.

Es oportuno acotar que la discreción de las autoridades hacia la imparable evolución de la economía sumergida, tiene otras lecturas ajenas a lo que se presupone sea un diseño previamente concebido.

La corrupción, el soborno y el clientelismo son parte de las malezas que cubren a la nación de punta  a cabo. No dudo que lo promotores del desastre lo hayan previsto, pero a fin de cuentas, ya están en el final de su burda gestión política y de sus vidas.

Los que vengan después que se las arreglen como puedan.

Sin el concurso de una guerra, Cuba está destruida. ¿Quién se atrevería a poner en dudas la efectividad de bombas como el desvío de recursos, la apatía, el auge de la burocracia, la malversación, el nepotismo y la patriotería?

 
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