Problemas con el apellido

José Hugo Fernández

LA HABANA, Cuba, mayo (www.cubanet.org) - Ante el sombrío reventón de gripe porcina que ha puesto en alarma al mundo, lo que más parece inquietar a los cubanos de a pie es el apellido que, en su inicio, recibió esta epidemia.

Desde la primera información oficial, leída en el tono de grave suspense que tan bien dominan nuestros locutores, se echó a cundir el pánico en estos predios, no tanto quizá por el peligro en general de la gripe, sino por el sesgo de amenaza que particularmente en nuestro caso le infligía la palabra “porcina”, vinculada a una calamidad frente a la cual el régimen tendría que tomar medidas. 

¿Eliminarán los puercos? ¿Volverán a convertirlos en humo de la memoria? ¿Perderemos otra vez la esperanza de comer carne, aunque sea poca y en días especiales? 

Eran, y continúan siendo, entre otras muchas, preguntas gravitatorias sobre cada charla de vecinos en las cuarterías, en las esquinas, o en las colas del mercado. Entre el posible mal de hoy mismo y sus seguras consecuencias para un largo porvenir, nuestros kamikazes del día a día no lo piensan dos veces: prefieren ponerse colorados de un tirón antes que ser amarillos en cada minuto de sus vidas. 

De muy poca o ninguna ayuda pareció resultarles la aseveración médica de que esta epidemia no se contagia mediante el consumo de carne de cerdo. En tal caso, ¿no sería tranquilizador que le cambiaran el nombre? Si al menos –alegaban- se llamase gripe de la soya, gripe de la calabaza, o del almácigo...

Coincidentemente, la Organización Mundial de la Salud ha resuelto renombrar a la epidemia como gripe AH1N1. Y es algo que debemos agradecer en forma adicional. Aun cuando muchos por acá no lo consideren suficiente. Temen que el anterior apellido haya tenido tiempo de inspirar coartadas a la malevolencia del régimen.

Hay que considerar que todavía está vivo en el recuerdo aquel extenso, interminable período de años atrás, cuando, bajo el supuesto de evitar el contagio masivo por otra epidemia, el régimen ordenó el sacrificio de todos los cerdos de propiedad particular, junto a la prohibición de volver a criarlos, por particulares, claro.  

Los estragos ocasionados por aquella otra epidemia, la cual -travesuras de la casualidad- vino con el mismo apellido que ésta, fueron en rigor tibios comparados con la carencia de fibra alimentaria y con el trauma que se nos impuso en forma que hoy muchos califican como desmedidos, e impulsados más que por un análisis científico de las circunstancias, por un deseo enfermizo de continuar exhibiendo impecables estadísticas oficiales en materia de salud pública. 

Fueron tiempos en los que para comerse un chicharrón había que dar más vueltas que un chicharrón dentro de la boca de un anciano sin dientes, ha dicho alguien. Y bien podría ser tomado por un chiste, pero sólo por parte de quienes no nos conozcan o no estén lo suficientemente al tanto de nuestro real cotidiano.

Igualmente, el susto de hoy ante la denominación de la nueva epidemia podría ser tomado como frivolidad por aquellos que no nos conocen. Todavía más después del certero cambio dispuesto por la Organización Mundial de la Salud. De cualquier manera es algo que tampoco preocuparía demasiado a los nuestros. Cada cual sabe del palo en que se rasca y asume los miedos que mejor le encajan.