¿Perdonar los huevos y las piedras?

Luis Cino

LA HABANA, Cuba, abril (www.cubanet.org) - Por estos días, Manteca, la obra del dramaturgo Alberto Pedro, que tanto revuelo provocó hace más de 15 años, vuelve a las tablas. Las vicisitudes de las familias cubanas no han variado mucho, pero los peores días del Período Especial (que nadie sabe a ciencia cierta si terminó o no), son sólo malos recuerdos de una inmensa memoria negra. A ella pertenecen también los mítines de repudio del verano de 1980. De ellos y sus consecuencias trata Huevos, la obra teatral de Ulises Rodríguez Febles, que estrenó Teatro Mefisto hace varias semanas en la Sala Adolfo Llauradó. 

Periódicamente, los teatristas cubanos tratan de exorcizar los demonios de décadas pasadas: las UMAP, la homofobia, el parametraje, la corrupción, el desgarramiento familiar. En obras como Mamá o Máscaras, los autores, para burlar la censura, se valen de alegorías y camuflajes con la plena complicidad del público. Pero no logran el exorcismo porque las heridas que refieren distan de estar curadas. 

En  El Concierto, la anterior obra de Rodríguez  Febles, dos vindicativos fanáticos de los Beatles se llevan a casa la estatua de Lennon que consagraron los perseguidores de ayer. En Huevos, el teatrista matancero exhorta a perdonar la violencia de las turbas azuzadas por el gobierno en los días del éxodo de Mariel.  

Todos los que se vieron implicados en aquella  deprimente orgía de odio y vileza están representados en la obra. Los combativos y entusiastas que “cumplían su deber revolucionario”.  Los que “se vieron obligados” a participar en los mítines de repudio contra “la escoria” porque “no querían señalarse”. Los que “no sabían lo que hacían”. Los niños pioneros que repetían las consignas aprendidas de sus maestros. Pastora, la vieja revolucionaria inclaudicable, que no perdonaba la traición de su hijo “por irse con el enemigo”, pero leía sus cartas a escondidas. Y las víctimas, cuya culpa fue querer escapar del paraíso de Fidel.  

Oscarito, veintitantos años después de tener que soportar las humillaciones en la escuela por irse con sus padres a Miami, regresa a La Habana a ajustar cuentas con el pasado que nadie quiere recordar. Eugenio vive en la casa donde vivió con sus padres hasta que se fueron, perseguidos por las turbas que gritaban insultos y lanzaban huevos y piedras contra “los infieles”. El combativo revolucionario, ahora un pobre viejo, sigue fiel a la revolución y pasa hambre. Oscarito no le devuelve las piedras sino que le lleva huevos, muchos huevos, “comprados con fulas en “la shoping”. 

La visita de Oscarito provoca la catarsis entre familiares y vecinos. Todos tienen culpas que confesar y alguien a quien reprochar. ¿Cómo llegamos a esto?, parecen decir. Unos siniestros tipos con capuchones rojos están constantemente en escena 
En definitiva, 29 años es mucho tiempo, todos somos cubanos (aunque pensemos diferente, dice la canción), todos fuimos culpables, de una forma u otra. Se impone olvidar de una vez los errores cometidos, parece ser la moraleja de la obra.  

No es una mala moraleja para estos días. Pero sucede que no siempre las moralejas se cumplen al pie de la letra. Hay heridas que no sanan con el tiempo, sino que de tanto tiempo que estuvieron tapadas, se agravan. Para la reconciliación entre los cubanos, lo mejor es el perdón sin olvido. No olvidar los males es la mejor forma de evitar que se repitan. 

De todos modos, olvidar es mucho más difícil que perdonar los chivatazos, las piedras y los huevos (que ya no los tiran porque están racionados). Todos sabemos que los mítines de repudio, copiados del maoísmo, no acabaron en 1980. Reaparecen, con más o menos virulencia, cada vez que sus instigadores los consideran necesarios para acorralar a los disidentes. Quizás por eso, mientras los personajes de Huevos se tratan de reconciliar entre ellos y consigo mismos, los tipos de los capuchones rojos, sin mucho disimulo, acechan.

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