Pueblos fantasmas

Adrián Leiva

MIAMI, Florida, abril, (www.cubanet.org) -Mario salió de Cuba una tarde de verano en la primera mitad del año 1992. Llevaba la ilusión de ayudar económicamente a su familia y retornar a su hogar cuando las condiciones se lo permitieran.

Un profundo sufrimiento oprimía su pecho. Mientras el avión tomaba altura su mirada se perdió en el horizonte observando con nostalgia La Habana. Atrás quedaba su familia, su barrio, sus amigos y la vida misma, para comenzar el triste derrotero de ser un emigrante.

El llamado periodo especial hacía estragos en los hogares cubanos, donde reinaba la miseria. Su salario como ingeniero no satisfacía las necesidades mínimas del joven.

La madre y su hermana menor, todavía una estudiante universitaria, parecían seres de ultratumba; eran huesos y ojos nada más. El hambre las consumía lentamente. La ruinosa casa necesitaba una urgente reparación, imposible de realizar con los ingresos de la familia. Había que buscar dinero: robar o emigrar.
Mario llegó a un país latinoamericano donde le esperaba un amigo extranjero que había corrido con los gastos del viaje. En ese país las cosas no marcharon como esperaban y, después de unos meses, ambos decidieron probar fortuna en los Estados Unidos.

La llegada de Mario a suelo norteño no estuvo exenta de algunos contratiempos, pero éstos fueron compensados con la suerte de hallar un buen empleo. Tenía a su favor el hablar inglés y su experiencia como ingeniero.

Rápidamente, la vida de su familia en Cuba tomo otro camino gracias a la remesas que el enviaba. Atrás quedó el hambre y poco a poco la vieja casa fue remozada, cambiando la apariencia. La vida cambió en la casa de Mario. Pero a pesar de las mejoras económicas la madre andaba triste. Soñaba con el retorno del hijo y el dolor le consumía el corazón, más que el hambre que habían pasado en el año 92.

Para Mario la vida tomaba otro camino y entre estudios y trabajos los años fueron trascurriendo hasta que llegó el día de volver a su hogar. El dinero acumulado con su trabajo y el negocio que había establecido en asociación con su amigo de viaje, que había salido de su país huyendo de la guerra civil, le permitirían vivir modestamente el resto de su vida en Cuba.

El socio y amigo de Mario había comprado una casa y estableció un nuevo negocio en su nación de origen con la parte del dinero que le correspondía del negocio común.
Había trascurrido doce años desde su salida de Cuba. La ilusión por el retorno al terruño querido, al hogar de su familia por la cual se había sacrificado tantos años se haría realidad en unas semanas.

Su llegada a La Habana fue la emoción más grande de su vida, el rencuentro con su madre y su hermana, ya casada y con hijos. Las lágrimas corrían como torrente por su mejilla.

Mario había sacrificado doce años de su vida con la ilusión de retornar a Cuba y hacer una vida con su familia, encontrar una novia y casarse. Al menos eso era lo que pensaba.

Pero la realidad era, bien distinta. De su juventud no quedaba casi nadie, la emigración había convertido a su barrio en un pueblo fantasma donde los recuerdos y los nombres de los que ya no están son sólo parte de un lejano pasado. La llamada “salida definitiva” condena a muerte a una nación que vive en cautiverio.
Pasado los sesenta días que supuestamente podía estar Mario en su propio país las autoridades de emigración se presentaron en su hogar y le informaron que estaba pasado de tiempo y debía abandonar Cuba.

Mario observó detenidamente su pasaporte de cubano y sólo se le escucho decir: ¿A donde se llevaron a Cuba?

Cinco días más tarde Mario era “sacado” por oficiales de emigración cubana como un desterrado. La ilusión de retornar al seno de su familia quedaba confiscada por destierro, eufemísticamente llamado salida definitiva.

Una semana después el canciller cubano declaraba en la comisión anual de Ginebra que el gobierno en la Isla respeta los derechos humanos y que nunca antes los cubanos habían sido más libre que con el proceso revolucionario iniciado en 1959.