¿Y zoonosis canina dónde está?
Valentina Cueto
LA HABANA, Cuba, abril (www.cubanet.org) - Aquel perro nació en un taller habanero y, huérfano desde sus primeros días de nacido, fue bautizado por los “fiñes” de la cuadra; le llamaron Canuto. Papillas y biberones le salvaron la vida y él, en gesto de agradecimiento, se convirtió en el incondicional de la tropa infantil que, pronta y diligentemente, recogía con su hocico todas las bolas perdidas de los juegos callejeros. Lo pasearon en patines y bicicleta; creo que es el único perro que se ha lanzado, loma abajo, montado en la criolla chivichana.
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Fueron los niños quienes llevaron a Canuto al veterinario para que recibiera sus vacunas y cuidaron de su salud callejera tanto que, a fuerza de antivirus, ni catarro le tocaba.
Cuando Canuto no encontraba quien le brindara su ración de agua, mordía con su largo hocico la llave del jardín de Panchita y, con cortos movimientos de rotación, lograba entreabrirla para succionar el líquido necesario que aplacara su sed: ¡La necesidad hace nacer perros ingeniosos!
En mi casa tomaba el desayuno a primera hora de la mañana. Y si se nos “pegaban las sábanas” golpeaba con sus patas la puerta de la calle para recordarnos nuestra “diaria obligación”. Siempre dormíamos a pierna suelta, sin preocuparnos por el funcionamiento del reloj, puesto que Canuto no fallaba: un perfecto despertador canino, a prueba de aguaceros, apagones y desastres naturales…
Cuca, la dueña del restaurante del barrio (paladar), se encargó de sus comidas: suculentas sobras dejadas por los clientes, entre las que se escapaban algunos desperdicios de carnes atrapadas en los huesos de pollos y chuletas. Repartiendo caricias creció Canuto, alegre y robusto, a pesar de la adversidad imperante en las calles habaneras.
Cuando Cuca se mudó para el municipio Playa, Canuto vagaba de casa en casa en busca de su ración nocturna. En una ocasión le brindé un plato de arroz con frijoles negros, con el que pensaba completar la comida del día siguiente. A diferencia de la mayoría de los perros cubanos –que sobreviven con una dieta vegetariana –el aristocrático can, acostumbrado a alimentos más contundentes, no se dignó siquiera a probarlo, y se me quedó mirando, ofendido, a la espera de una comida que estuviera a su altura.
Los que un día fueron niños se convirtieron en hombres y mujeres. Algunos de mudaron, otros pasaron a engrosar la larga lista de la emigración cubana, mientras Canuto, viejo y medio ciego, termino su vida bajo las ruedas de un automóvil.
Pero Canuto es la excepción, y no la regla.
Miles de perros vagabundos andan por las calles de La Habana sin control sanitario alguno. Esqueléticos y hambrientos, ladrando a las personas y vehículos. Aunque supuestamente debería existir alguna institución encargada de amparar a los perros abandonados. Lo cierto es que este lamentable espectáculo, además de herir la sensibilidad de los amantes de los animales, también constituye un foco de infección, entre otras razones debido a los cientos de kilogramos de excrementos que diariamente se vierten por toda la capital cubana, sin que el gobierno de la provincia mueva un dedo para resolver el problema.
Algunos cubanos todavía recuerdan el carro de zoonosis canina que recorría las calles ocupándose de los animales vagabundos. Hoy, aquel vehículo, como otras cosas, forma parte del pasado. La desatención de este asunto constituye otra de las razones que hacen de La Habana, una de las ciudades menos higiénicas de América.
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