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26 de septiembre de 2008
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Mi casa alegre y bonita 

Oscar Mario González 

LA HABANA, Cuba, septiembre (www.cubanet.org) - La idea de familia está asociada a un techo común donde los miembros, además de guarecerse del tiempo y sus inclemencias, encuentran el espacio indispensable donde expresar su singularidad.

Por eso, cuando vemos la tristeza reflejada en el rostro de los que perdieron sus casas recientemente, durante el paso del ciclón, no podemos evitar el contagio de un dolor que también se hace nuestro.

Estamos tristes sí, por las decenas de miles de familias que hoy deambulan en albergues estatales y casas amigas, esperando el día en que puedan tener nuevamente lo “suyo”. ¿Cuándo llegará ese día? ¡Quién sabe! ¡Algunos llevan treinta años esperando en albergues!

Es verdad que muchas de las viviendas perdidas presentaban un estado deplorable; da grima ver los restos mostrados por la televisión. Por ellos deducimos el grado de desgaste del inmueble en general.

Si no fuera por los destrozos de los ciclones no podríamos percatarnos del grado de miseria y desamparo en que viven los cubanos. Es al paso del ciclón cuando al gobierno no le queda más remedio que mostrar la cara fea del totalitarismo.

En circunstancias normales, la pantalla del televisor nos presenta un mundo virtual de hoteles, edificaciones estatales que sirven de asiento a escuelas, industrias, oficinas. Colectivos obreros vanguardias; visitantes que llegan y regresan; camaradas todos los continentes que vienen a disfrutar del turismo político. Turistas que sobre la arena de la playa sorben agua  de un frío coco sudoroso a través  de un absorbente...

Pero cuando pasa el ciclón las cosas dejan de ser bonitas y desaparecen los peces de colores; todo aparece como realmente es. La casucha enclenque de tablones de pino barato comidos de comején; el bajareque inclinado próximo ya  al derrumbe, que se vino abajo cuando el ciclón era tan sólo una amenaza; el bohío pobre y ruinoso; la choza destartalada, remendada con tablas más recientes y otras que datan de la etapa pre revolucionaria. Todo destruido, desparramado en una confusión de escombros y tarecos sobre los que llora gente sucia y harapienta. ¡Cuánta casucha enclenque, cuánto cuchitril, cuánto tugurio destartalado! ¿Adónde fueron las promesas del Moncada y de la Sierra luego de medio siglo?

¿Cuando volveré a tener casa?, suspira, sin responderse, la mujer. Sabe que la cosa va pa’ largo. No estamos en los tiempos en que se iba al potrero y se regresaba con la carreta llena de pencas de guano y tablas de de palma regaladas por el terrateniente. Lo demás era conseguir  troncos de júcaro y cedros, yaguas y algunos bejucos. La ayuda de los amigos y compadres para enterrar los horcones y hacer la cobija. Ya no hay pencas y el cedro con el júcaro son maderas preciosas cuya posesión es un delito contra la patria.

La mujer no llora porque de tanto llorar ya no tiene lagrimas. Sólo mira al “vejigo” soñoliento y lloroso que le pregunta donde vivirán ahora. Tendremos otra casa algún día, le dice, Dios habrá de quererlo. Tendré mi casa de nuevo; mi casa alegre y bonita.

 

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