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25 de septiembre de 2008
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Oficios de otro mundo

Víctor Manuel Domínguez, Sindical Press

LA HABANA, Cuba, septiembre (www.cubanet.org) - La Cuba revolucionaria tiene mucho que mostrar al mundo. No sólo en adelantos científicos, nivel educacional de su población, o en la defensa contra huracanes y mosquitos. También somos lo máximo en control y generación de empleos.

Por culpa del derrumbe del Muro de Berlín y la caída en picada de nuestros hermanos bolos, los cubanos nos vimos en la necesidad de prender el candil de las innovaciones. Ante la desolación reinante por cierre, interrupciones, redimensionamiento y otras debacles de industrias y centros laborales en los años 90, el genio socialista creó nuevas modalidades de empleo.

Debido a que los arquitectos no tenían nada que construir, los elaboradores de alimentos ni un pepino para elaborar, los vendedores ni un botón para vender, surgieron nuevas y calificadas profesiones alternativas. Hay que ver con cuanta dignidad un reconocido profesor de matemáticas hizo un postgrado como rellenador de fosforeras, una médico, un curso intensivo de mecanografía para copiar listas de la charada china, y un ingeniero en alimentos un seminario en la confección de alambiques para fabricar puré de tomate con las flores del girasol.

La iniciativa particular se hizo indetenible y ya se comercializaban churros de yuca, batido de boniatos, bistec de cáscara de toronjas en el sector alimentario; mientras que en el industrial se comenzaron a remendar pantalones a domicilio, a construir lámparas art decó con huesos de ganado mayor, a reconvertir en cocinas un tubo relleno de aserrín y a darle candela.

Pero como la revolución es tan protectora, fue convirtiendo la iniciativa particular en un problema de Estado. Desde el primer instante en que la economía asomó un ojo desde el fondo del pantano, comenzaron a capitalizar los oficios de otro mundo.

El rellenador de fosforera por cuenta propia se convirtió en fosforero estatal con pulóver amarillo, bajo salario y el derecho a obstruir aceras y portales. Lo mismo sucedió con los parqueadores de riquimbilis, bici taxis, almendrones y coches de turistas extranjeros: los enfundaron en un chaleco rojo y un cartel a la espalda con el sin igual cuño de “parqueador estatal”.

Y ni hablar de quienes cuidaban chivas en los patios particulares cabilla en ristre y ojo avizor, o los contratados para dormir gallinas en  brazos y velar porque se gozaran los pollitos en venta liberada en esa década, con moquillo y a punto de estirar las paticas.

Esos fueron convertidos en roncadores de rastros y almacenes estatales para cuidar seis bloques de construcción, un metro de arena y dos tablas salvadas del huracán del 26, y embutidos en uniforme marrón, botas centauro, y gorra de pelotero belga, además del derecho a obtener cada mes  un pomo de champú, una maquinilla de afeitar y hasta un tubo de desodorante si el año es bisiesto.

Por estas y otras cuestiones, Cuba tiene tanto que enseñar en los oficios de otro mundo. ¡Y como si los logros fueran pocos, cada nuevo oficio ya viene con su uniforme!

 

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