8 de mayo de 2008       VOLVER AL INICIO
 

De vuelta a lo doméstico

ANDRES REYNALDO

Días atrás un destacado intelectual cubano, residente en la isla, mencionaba el legado de Fidel Castro. Puesto que el pobre hombre no consiguió apelar a un logro concreto acabó por echarle mano a un logro conceptual. Según él, Fidel (a mí me gusta decirle Fidel, a secas, como a los animales) tiene la virtud de haber puesto a Cuba en la historia.

No es la primera vez que escucho esta tesis, de inspiración meramente cartográfica, entre cubanos de ambas orillas. Nadie puede negar que el castrismo nos señaló, en ocasiones, como principales protagonistas de la escena mundial. Baste recordar que ya en 1962 Cuba se convierte en la manzana de la discorddia entre las dos superpotencias abocadas a la mutua aniquilación nuclear. Recuerdo que los niños del barrio nos escapábamos hasta las trincheras abiertas en el Malecón, donde milicianas y milicianos aguardaban el fin del planeta en un ambiente de kermesse.

Esta es la atmósfera de arrebato que cautiva a los turistas de la revolución. Pero, entre nosotros, a puerta cerrada, confirma una grave deficiencia intelectual y moral: la disolución de los grandes temas en un aparatoso festín de ligereza e imaginería escatológica. Ese contexto precede al castrismo. Ya en la década de 1920, Jorge Mañach acusaba esa perniciosa grieta de nuestro carácter en Crisis de la alta cultura en Cuba e Indagación del choteo. Pero el castrismo lo convierte en método a fin de arrasar o desvirtuar cualquier categoría de la vida nacional que le hiciera resistencia. ¡Pim pom fuera, abajo la gusanera! ¡Que se vaya la escoria! ¡Fidel, seguro, a los yanquis dale duro! En fin, la contundente mezcla de la chusmería caribeña y las artes movilizativas del fascismo y el comunismo servidas como ideología a un pueblo muy fácil de manipular, debido a la falta de consistencia intelectual de sus elites.

Sólo desde esa tradición, sazonada por medio siglo de sometimiento de la cultura al castrismo, puede a estas alturas un señor hecho y derecho, leído y releído, afirmar que el gran mérito de Fidel es haberle dado a Cuba un papel histórico de dimensiones mundiales. Como cubano, el argumento es repugnante. Como intelectual, es baladí. En efecto, Fidel ha enviado ejércitos al Africa y se ha hecho temer (como se teme a un gánster) en los círculos políticos latinoamericanos y hasta europeos. Nunca un gobernante latinoamericano suscitó tanta atención ni despertó semejantes polémicas. Lo mismo pudiera decirse de Pol Pot en Camboya o Hitler en Alemania. No estamos hablando de estadistas que salvaron a sus naciones de las ruinas o las supieron conducir en difíciles circunstancias, como Winston Churchill o Charles de Gaulle. Todo lo contrario, Cuba es el ejemplo de texto de cómo un aventurero (con muy precisos rasgos patológicos) se aprovecha de las mejores ilusiones de tres generaciones de sus compatriotas para forjarse una personalidad histórica falsa, sostenido por una implacable estructura de terror y la entrega servil de la soberanía a la hoy difunta Unión Soviética.

Fidel deja tras de sí la tierra arrasada. Desde la cosecha de papas hasta la novelística, el observador promedio podrá constatar el desastre provocado por su energúmena y sostenida disrupción. La destrucción de un país que iba a la cabeza de América Latina y donde (hay que estar aquí para saberlo) la vida era más grata que en los Estados Unidos de aquella fecha y de ahora, para poner una comparación a quienes gustan de comparaciones. No se discute, a Fidel lo vamos a recordar por siempre. Cada año más. Como un hombre de una maldad metódica, una alucinada incompetencia y un supremo desprecio por su nación. El peor de todos los cubanos.

La descomunal tarea que se nos avecina es cómo expurgar nuestra matriz política y cultural corrompida por el castrismo y, a la vez, reconocer los elementos de nuestro pasado que nutrían el culto al caudillo, la exacerbación de nuestra importancia insular y las deficiencias de identidad resueltas en antagonismos pedestres. Un exorcismo que no cabe oficiar por decreto, sino por una minuciosa meditación de quiénes somos. Dispersos por los cuatro vientos, mutilados por medio siglo de opresión, confundidos por un discurso nacionalista forjado desde el siglo XIX en una idea megalómana de lo cubano, la más heroica de nuestras empresas nacionales será restablecer nuestro perdido papel doméstico, reunirnos en libertad a recuperar la ruta que extraviamos en 1959.

En aquellos tiempos, cuando la comida del pobre era arroz con picadillo y plátanos fritos (todo un manjar en los días que nos traería el castrismo), cuando manteníamos la inflación más baja de las naciones latinoamericanas, cuando ocupábamos el cuarto lugar en recibir el mayor porcentaje de la remuneración de obreros y empleados en relación con el ingreso nacional (después de Gran Bretaña, Estados Unidos y Canadá, y seguidos modestamente por Suiza) entonces sí que estábamos haciendo historia. Entonces sí que teníamos algo que enseñarle al mundo.

 

 

 

 
 
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