Crónica          
14 de marzo de 2008

El Conde

Luis Cino

LA HABANA, Cuba, marzo (www.cubanet.org) - Cuando uno dobla la esquina inhóspita de los 50 años, empieza a chocar de golpe con los complots de la depresión. El peor de ellos es el entierro de un amigo. Sólo es comparable a la sensación de pérdida que causa ver como la muerte se va llevando también a los héroes de la adolescencia. 

La muerte de alguien a quien un día pretendimos imitar, nos deja sin asideros.  Arranca de un tirón el ancla precaria con la que creíamos estar sujetos de algún modo a la juventud.

Jorge Conde, el mayor mito del underground habanero de los años 60 y 70, murió en Miami, en febrero. Así, sin más detalles, lo supe por un correo de Albio, mi compañero de aulas del Pre Universitario Cepero Bonilla. Estaba tan nostálgico y pesaroso como yo cuando supe la mala noticia.

A ambos, el rock de fin de semana de El Conde y Los Kent nos ayudó a sobrellevar los rigores casi militares de un instituto en La Víbora donde pretendían obtener los más capaces ejemplares del hombre nuevo.  

El Conde no fue mi amigo. Nunca conversé una palabra con él. Sólo bailé en muchas fiestas con la música del grupo donde cantaba: Los Kent. Tampoco conversé jamás con Mick Jagger, Eric Clapton o Paul McCartney. No hizo falta para que resultaran tan familiares como cualquier amigo de Lawton o Alta Habana.

Sólo que El Conde no fue un ídolo cualquiera. ¿Podía serlo luego de salvarnos tantas noches de sábado de lo gris y las prohibiciones?

De no ser por El Conde y otros como él, los recuerdos de adolescencia de la gente más bella de mi generación  serían una sarta de historias de hambre, mugre y frustraciones. Gracias a él, nos quedan una legión de novias de una sola noche, luces sicodélicas y acordes roqueros que atesoramos con testarudez impropia de adultos.

El Conde está muerto y ahora que sé que  no habrá más fiestas con Los Kent, Los Sesiones Ocultas o Las Almas Vertiginosas, me siento mucho más viejo. Ahora ya tengo la certeza (me quedaban dudas) que aquel tiempo se nos fue definitivamente.

No me sirve de consuelo que aún existan Los Kent y toquen las mismas canciones de 30 y tantos años atrás.  Ahora les permiten salir en la TV, actúan en La Maison y cobran en pesos convertibles. Muchachas de sueños que nacieron años después que Led Zeppelin se desintegró, se contorsionan con su música. Pero  aquello, en los 70, era otra historia.

Perdonen la nostalgia. Disculpen que volvamos a penetrar en tromba en alguna fiesta de La Víbora, Santiago de las Vegas o el Casino Deportivo. Es que sentimos que la banda rompió a tocar con Smoke on the Water and Fire in the Sky.

Vuelvo a caminar por las arenas de Santa María del Mar, cuando todavía quedaban pinos,  para llegar a Pinomar y bailar con mi chica mientras El Conde canta Satisfaction. Sumo mi voz otra vez a la de los muchachos sin camisa que sacudían las melenas y aullaban desafiantes “We are an american band”…

Deseo evocar los forros en el inglés insólito de El Conde (que era el que  entendíamos mejor). Que el bajo y la batería, magnificados por un amplificador ruso, me pateen en el pecho. Retorcerme erizado con los más “enfermos”  punteos de guitarra (¿sería Pepino?) que se hayan escuchado jamás en La Habana.

 ¿Teniendo a El Conde en el micrófono, con el incalculable valor adicional de lo proscrito y mal mirado, necesitábamos a los inaccesiblemente lejanos en su galaxia anglosajona, Robert Plant, Ian Gillan o Mark Farner?  

Pero resulta que ahora somos personas mayores, con hijos crecidos, responsabilidades y preocupaciones de todo tipo y nos dicen que El Conde ya no vuelve más. No porque se haya ido a Miami (como tantos otros) y no lo dejen o no quiera regresar, sino porque ha muerto.

El Conde murió. Corran la voz. Avisen, dondequiera que estén, a todos los de la tribu. A Rosita, Leyda, Maggie, Oscar, Carlos, Manolo, Pedrito, El Plátano e Isaac. Díganselo ustedes, yo no me atrevo.

 

 
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