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7 de marzo de 2008

La hez de la tierra

ANDRES REYNALDO

La crisis internacional desatada por la muerte de Luis Eduardo Devia Silva, alias Raúl Reyes, el segundo jefe de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), acabará por tener una función purgativa en el ámbito de las relaciones interamericanas. Y si de inmediato la primera víctima fue la cúpula de la organización terrorista, a largo plazo puede que la segunda sea el chavismo y su llamada revolución bolivariana, que ha venido a ser como un cartel de energúmenos con levita.

El presidente Alvaro Uribe hizo algo que no se veía entre los regímenes democráticos de América Latina desde hacía mucho tiempo: emplear la legítima fuerza a su alcance para acabar con una amenaza activa y tangible procedente de la izquierda. Reyes era un execrable ejemplo de cómo el movimiento revolucionario de la región ha ido perdiendo unos derroteros morales básicos, a medida que la pura realidad desmentía los cantinflescos postulados del castrismo y el guevarismo. Entre las muchas acusaciones que pesaban en su contra sobresalen las de abusos sexuales contra menores de edad que se hacía secuestrar para su torvo disfrute.

A diferencia de la Unión Soviética y China, Cuba no consiguió aportar al cuerpo marxista-leninista una cartilla ideológica viable, ni siquiera a nivel de comuna campesina. Fuera de las paparruchadas teóricas que trató de hilvanar el Che Guevara mientras destrozaba la economía cubana o corría como una liebre a través de Africa, La Habana ha sido deficiente en materia teórica. En verdad, Fidel Castro siempre enfrentó estas disquisiciones filosóficas con mal disimulada fatiga. La mentalidad delincuente es reacia al rigor abstracto.

Delincuente es el adjetivo pertinente a esta internacional del castrismo que el presidente Hugo Chávez ha heredado a fuerza de billete y por colapso intestinal de su fundador. Daniel Ortega, Evo Morales, Rafael Correa y Chávez representan el canto de cisne de una izquierda que por vía de Cuba traicionó su razón de ser y actuó como un colorido y díscolo peón de la Unión Soviética. A los grandes problemas de sus respectivas naciones opusieron una receta de terror. Y en los pliegues de un antinorteamericanismo de panfleto (que, por cierto, priva a sus pueblos de una crítica lúcida sobre Estados Unidos) ocultan el acomplejado temor a la competitividad política y la abolición de arcaicas estructuras de servidumbre social y económica. El comunismo les sedujo, al igual que a los devotos de la teología de la liberación, por todo cuanto implicaba una retranca al progreso y la posibilidad de gobernar en consonancia con el elemento señorial, inquisitorial y parasitario que en nuestras sociedades latinoamericanas afecta por igual a izquierdas y derechas, ricos y pobres, ateos y creyentes.

Es por eso que aun en su lecho perlado de heces, Fidel ilumina a tanto pichón de opresor, a tantos intelectualillos decimonónicos, a tantos potentados de la curia de Roma y cardenales con ínfulas aristocráticas. Porque encarna un pasado de estrictas reglas de subordinación a una autoridad. Su antinorteamericanismo es una máscara dictada por las circunstancias. (De hecho, el chavismo ha representado una época dorada para las empresas norteamericanas.) Si Washington les asegurara su apoyo perpetuo (y no dudo que acabe por volver a hacerlo), los veríamos vestir los trajes de un postfascismo de opereta.

La raíz del castrismo no está en Lenin, sino en Franco y en el culto romántico al héroe impulsado por un sector del independentismo que, intelectualmente, no había superado la estrechez provinciana y retardataria de la España del siglo XIX. De ahí que bajo Fidel el Partido Comunista, los sindicatos, el sistema jurídico y los órganos de administración estatal nunca pudieran evolucionar institucionalmente ni siquiera de acuerdo con los frágiles parámetros soviéticos. De ahí que la erradicación del legado castrista exigirá, además de la restitución del quehacer democrático, una profunda y sostenida crítica del proceso de formación de la nacionalidad y sus principales protagonistas.

Todo ha sido una sangrienta burla convocada, parodiando la canción de Serrat, por lo peor de cada casa. Y sobre esa cofradía de narcotraficantes, secuestradores, resentidos sociales, asaltantes de camino, buscavidas de toda laya, aventureros políticos, curas con vanidad de ideólogos e hijos de papá y mamá indigestados por un par de manuales de subversión y las boutades semianalfabetas de Gabriel García Márquez, el ejército colombiano lanzó una fulminante lluvia de plomo. Bravo por Uribe. Bravo por haber tenido el coraje político de enfrentar, en desventaja, a esa jauría de anacrónicos cuatreros.

Las imágenes del bombar-

deado campamento de las FARC en Ecuador sirven de adecuada metáfora a este fenómeno latinoamericano. Al final de los desfiles de embozados guerrilleros, los revolucionarios congresos en secretos centros de comando, los viajes de placer a Varadero, el celular para hablar con Sarkozy y los $300 millones de Chávez, lo único que queda es una letrina pulverizada por la metralla y el cadáver de un pederasta con un calzoncillo negro y los dedos de los pies amorcillados por la implacable humedad de la jungla.

 

 

 
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