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4 de marzo de 2008
Tinta rápida
 
Raúl Rivero
 
El gran salto
 

En este febrero denso y fugaz, un mes pródigo en ilusiones  y derrumbes, hemos dejado pasar por debajo de la mesa de casa el tercer aniversario de la muerte de Guillermo Cabrera Infante.  Un descuido fatal porque sus espejuelos de aros olímpicos  hubieran permitido esclarecer, desde el primer momento, el paisaje empañado que la propaganda pintó a brochazos sobre la realidad cubana.

Esa espantosa costumbre de acordarse de los muertos ilustres  nada más que en las fechas redondas, nos ha privado de su lucidez de ciudadano, de sus meditaciones dentro de las nube de humos de los habanos y del coraje que no le faltó nunca para escribir la verdad sobre el país que amaba.

Cabrera Infante –y su esposa, la actriz Miriam Gómez- pagaron con años de exclusiones,  penurias y sufrimientos personales, esa capacidad del escritor de empezar a decirlo todo y a desmontar el cobertizo cochambroso del totalitarismo. Otros todavía veían (veíamos) espejismos  y sueños que hubo que pagar a plazos en crecientes porcentajes de libertad.

Su amigo Tomás Eloy Martínez, recuerda en una  crónicas sobre el autor de Tres tristes tigres, que tan temprano como  en junio de 1968 fue a visitarlo a Londres. Dice que en un bar de Kings Road, después de asistir a una función privada de 2001: Odisea del espacio, Cabrera Infante le hizo relató  su último viaje a Cuba, en el verano boreal  de 1965.

Esto fue lo que le contó al  escritor argentino: “Mi madre acababa  de morir de una enfermedad de la que nadie moría, otitis crónica, que se convirtió en una infección mal atendida...y cuando recorrí la Habana después de los funerales me di cuenta de que nada estaba en su lugar. Cuba ya no era Cuba. Era otra cosa, una mutación, un trueque de cromosomas. En una increíble cabriola hegeliana, mi país había dado un gran salto adelante, pero había caído atrás.”

Sus posiciones  frente a la dictadura  las  mantuvo hasta la noche del 20 de febrero de 2005. Sus broncas, su blindaje ante proposiciones y sugerencias edulcoradas de personajes de los que él sospechaba, tienen su origen en el amor.  No en el odio irracional y la amargura, como dicen  el oficialismo y sus serviciales amigos.

Hablo de su amor a Cuba. A La Habana, una ciudad pecadora y alegre que él dejó  en sus libros, y el socialismo real ha fraccionado para entregarle una parcela de lujo a los turistas. La otra parte, la de los cubanos,  la ha convertido en la Pyongyang  del Caribe.

Si, hablo de su pasión por el lenguaje de los habaneros y sus juegos de palabras y por el cine donde vio su primera película, el parque en el que vio a la muchacha aquella y por el olor de la imprenta de la revista Carteles.

No hay que esperar ninguna fecha. Hace falta   repasar  su obra monumental mientras estén  en el poder los productores de las cabriolas hegelianas.
           
 
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