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16 de junio de 2008

El nombre de la elegía

por Raúl Rivero

Allá lejos, en el Caribe y en algunas zonas altas y frías del continente, los hombres y las mujeres que se ponen tristes de repente buscan, como remedio, los poemas de Emilio Ballagas, poeta nacido en Camagüey en 1928 que desde hace 54 años es nada más que un poco de polvo en el Cementerio Cristóbal Colón de La Habana.

La gente quiere sus versos porque tienen como único compromiso el amor y la esperanza. Los quieren porque se imaginan que debajo de las palabras hay una orquesta sinfónica que acompaña la lectura.

Su obra está en libros como Cielo en rehenes, Júbilo y fuga, Sabor eterno, Elegía sin nombre, Cuadernos de poesía negra y Nocturno y elegía.

A veces lo han dejado prisionero en antologías con perfiles de claustro. El poeta tiene un sitio especial entre los escritores que hicieron la llamada poesía negra, mulata o de color, iniciada por su coterráneo Nicolás Guillén y por el puertorriqueño Luis Palés Matos. No sólo la escribió con mucha fortuna, también preparó antologías, hizo estudios y defendió la utilización de ritmos y vocabularios africanos en la lengua castellana.

En medio de ese ámbito particular, él usó una voz auténtica, sensual, atrevida, que lo diferenció de los otros poetas. Publicó, en la década de los 40, dos libros relacionados con ese tema: Antología de la poesía negra hispanoamericana y Mapa de la poesía negra americana.

Los esfuerzos por dejarlo en esos feudos fracasaron porque, ya se ha dicho, su percepción de la vida y del amor, su sensibilidad y la música de su poesía, dejaron en un segundo plano aquella incursión en la aventura del mestizaje.

Muchas veces se le cita sin mencionar el santo o se le abre un socavón a una elegía. Pero ellas se regeneran solas, de noche, en el silencio de las páginas cerradas.

Algunos de sus compañeros de viaje por la vida lo comprendieron todo después de una lectura. Juan Ramón Jiménez le escribió: «Es usted sin duda (me confirmo en la idea de 1936) el poeta de esa poesía íntimamente humana que va y viene de sus principios a sus fines por lo hondo del hombre, del hombre mismo, preso de tiempo y espacio; poesía siempre de su propia época; sin la ampulosidad ni el abandono que desfiguran y menguan en otros su mayor belleza. Por ello lo felicito, lo quiero y le doy las gracias».

Octavio Paz fue más cercano y directo: «Querido Emilio: recibí tu hermoso poema Nocturno y elegía, en el que la edición, impecable, hace más vivo el placer de la lectura. El tono romántico, tan punzante, está diciendo a todos cómo, a veces, el camino más lento y difícil, el de la autenticidad, es el único».

Un compatriota suyo, un ser difícil como un rollo de alambre, le dejó caer una mañana estas palabras: «Los caminos de Dios hacia el hombre los esperó profundizando su palabra. Vio fluir la ternura de lo divino como una sangre, como una sangre que levantará las raíces y los ramajes del árbol que le dará sombra a la interrogante y perdurable gracia de su poesía, más allá de la sombría morada del fuego y del vacío».

El autor de esa nota sobre los versos de Ballagas la firmó con su nombre y sus dos apellidos: José Lezama Lima.

La gente acude al poeta de Nocturno y elegía porque se fue del aire de la isla con algunos pecados concebidos, ajeno a refriegas políticas y divisiones familiares, la herencia más notoria del totalitarismo. Viajó hacia la nada asistido por el fervor a la poesía.

Tengo aquí unos versos que hallé en un libro suyo hace años. Unos versos que poetas de tres generaciones, al menos, saben de memoria: Si pregunta por mí, dile que habito/ En la hoja del acanto y en la acacia/ O dile, si prefieres, que me he muerto./ Dale el suspiro mío, mi pañuelo;/ Mi fantasma en la nave del espejo.

 
 
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