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9 de junio de 2008

Ultimo plano

por MANUEL VAZQUEZ PORTAL

Me alarman los líderes providenciales. Si son carismáticos y locuaces, mucho más. Con su ardor revolucionario pueden incendiar toda la herencia evolutiva y convertir en cenizas cuanto se ha alcanzado con prudencia y tesón. Ya una república bananera del sur o una potencia del norte. Creo que sólo fertilizan la arista romántica de los inexpertos para sembrar sus filípicas subyugadoras y lanzarlos a aventuras, las más de las veces, utópicas.

No importa que hayan nacido en Córcega, Birán, Barinas o Honolulu. Tienen una misión. Están ungidos. Son el turno del ofendido, el humillado, el preterido. Son el ideal de una época que nacerá, no importa sobre qué ruinas. Son la promesa. La verdad. Arremeten.

Y esos discursos promisorios que los convierte en una suerte de misioneros salvadores de espíritus, tiempos y universos me muestran la poquedad que represento frente al vasto mundo, la necesidad que tenemos de otorgar y acatar mandatos candorosamente y de creer en guías con todas las respuestas y todas las soluciones, y, entonces, desde mi nimiedad humana sin más predestinación que transcurrir con decoro, me torno incrédulo y rebelde. No asiento. No aplaudo. Llamo a la juntura de todos los comunes para emprender a una.

Perdónenme la sinceridad, pero ya he padecido demasiados mesías. Mi ingenuidad teleológica murió en la adolescencia cuando se incumplieron tantas promesas anunciadas con frases altruistas y gestos arcangélicos. Y no es que yo sea un suspicaz irredimible, sino que creo más en el valor de los silencios meditadores, las proposiciones parcas, las soluciones paulatinas. Donde abundan discursos escasean sustancias. Donde crecen augurios pueden ocultarse frustraciones. Donde se alienta la transformación brusca puede estarse menospreciando la heredad.

Un rostro tienen los ofrecimientos proselitistas y otro el cumplimiento de lo prometido. Los intereses tiran, lastran, impiden, acosan. Es un contrato frágil. En las más de las ocasiones se hace añicos y de aquella luz inicial sólo pocos destellos titilan luego en los pedazos esparcidos de la ilusión rota. Y entonces nos reprochamos, nos flagelamos por nuestra inocencia. Es la vereda trillada. Pero nos entretiene seguir flautistas.

Y en eso los cubanos hemos agotado el almacén de Orfeo. Nos hemos ahogado en todos los ríos y desbarrancado en todos los precipicios. Hemos caminado tanto tras la clangorosa trompeta, la refinada flauta, que seguido el silbar del tosco caramillo. Qué más daba si hechizo de sirenas o rugido de tritones. Ha sido la hartada de promesas, la ingesta de desconsuelos. Y aún creemos que llegará Godot.

Para librarnos de nuestro ogro travestido de iluminado lo menos que necesitábamos, y necesitamos aún, es otro redentor. Sólo la ciudadanía conciente de su necesidad alcanza la redención. No puede esperar a que alguien haga por ella lo que la apremia, o corre el riego de permanecer siempre en un último plano de prioridades. Somos el Sísifo. Nadie descargará por nosotros el basalto. Podremos contar con la conmiseración ajena, la solidaridad de otros, pero la llaga es nuestra.

En Washington presionan, en Madrid opinan, en Praga aconsejan, en Roma sermonean, en Bruselas acuerdan. Más tarde, todos a sus oficios y sus casas, que la noche es más tibia con la labor cumplida.

Václav Havel recuerda su propio sufrimiento. Se estremece al cruzar Mala Strana ya sin la KGB. José Luis Rodríguez Zapatero acerca la brasa a sus Meliá y asiste a La Moncloa con el susto de ETA en la cabeza. Louis Michel secretea con La Habana y se regresa a Bélgica con algo liberal pinchándole en el hígado. Tarcisio Bertone se confiesa y absuelve. John McCain, lacónico, nos extiende la mano, rememora las noches de Vietnam y se soba una pierna. Barack Obama, camelador agudo, nos extiende la sonrisa. Hillary Clinton se fue del aire y nos olvida.

Pero, al menos en Miami, somos felices en discursos, contritos en nostalgias, beatos en homilías, abundantes en desacuerdos e intriguillas. Presumimos que existimos como patria, se nos hincha el ombligo cuando hablamos de Cuba.

Raúl Castro siempre estuvo allí. Dio orden de abrir fuego. Defenestró. Se impuso. Guardó silencio cómplice. Pero ahora dos gestos de opereta lo vuelven candelero, teorías y hasta esperanzas, aunque la piedra siga doblándonos las piernas, ulcerando la espalda, y esperamos que alguien nos la quite de encima.

 

 
 
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