Crónica           IMPRIMIR
19 de febrero de 2008

La soledad del granjero


Miguel Iturria Savón

LA HABANA, febrero (www.cubanet.org) - La primera vez que fui a la casa de Dámaso Pérez Quincoces a comprar un litro de leche quedé sorprendido. En el patio pastaban dos vacas que no pudieron entrar por los estrechos pasillos, sino por la puerta principal de la vivienda. “Aquí están más seguras que en el potrero o en la finca de un amigo”, dijo al percatarse de mi desconcierto.


Unos meses después Dámaso permutó para una finquita ubicada entre una loma de rocas azules y el basurero de Residencial América, a 17 kilómetros de La Habana. Lo hizo pensando en ampliar la cría de ganado, sembrar y comercializar frutos menores y acercar a los hijos y a los nietos para compartir el trabajo y la soledad.


Pero los cálculos le salieron mal. A su hijo Alexis le llegó el sorteo y obtuvo visa para viajar a los Estados Unidos. Un año después, su otro descendiente se casó con una venezolana y marchó a ese país, desde el cual atravesó Centroamérica hasta llegar a la frontera de México con USA. Con los hijos en Miami y los nietos pensando en seguir a sus padres, Dámaso sintió la soledad a pesar de los árboles, las vacas, los cerdos y el asedio de los ladrones.


Sin embargo, no abandonó su proyecto de bienestar. Si su padre vino de Galicia en los años veinte con los bolsillos vacíos y adquirió un almacén, una finca y un hotel en Jatibonico, ¿cómo él, establecido en la capital desde los trece años, no iba a compensar la chequera de jubilado con  los frutos de su trabajo como ganadero?


Recordó sus inicios de vendedor de leche en uno de los camiones de Manuel Guerra, fundador de la Cremería Lucero, más pequeña que la Compañía Lechera de Cuba, situada en Concha y Cristina, en la que le ofrecieron trabajo, pero él siguió como carrero del tenaz Manolo, quien le confió la distribución a domicilio en San Miguel del Padrón, Marianao y Miramar, cuando una queja del cliente implicaba el despido, pues “el comprador era patrimonio del negocio”.


“Entonces el litro de leche homogeneizada valía 25 centavos y la pasteurizada cinco centavos menos. Ahora el Estado la paga a dos pesos o dos centavos en divisa, pero el costo es tan alto que los vaqueros la vendemos a cinco pesos el litro, sin pasteurizar ni homogeneizar; esas son cosas del pasado o quizás del futuro”.


En su pequeña finca, Dámaso llegó a tener 25 vacas y decenas de gallinas, cerdos y carneros. Los ladrones le robaron siete vacas, tres caballos y dos cerdos. Sólo le queda una veintena de ovinos, algunas aves y árboles frutales. De todas formas ha logrado sobrevivir y ayudar a los parientes de la mujer, aunque esta le insiste para que abandone tanta lucha.


El viejo Dámaso enfrenta a los bandidos que lo tienen en jaque, desafía las excesivas  regulaciones estatales y resiste a la pereza de los hombres que contrata para atender los animales y las plantas. Como está prohibido comercializar con carnes ofrece a pie de cría sus animales a carniceros, vecinos y santeros; lo cual implica pérdida de tiempo, dinero y energía.


Lo importante, dice, “es no dejarse vencer por los obstáculos. Yo fui lechero, obrero de la Antillana de Acero y administrador de fábricas como El triunfo, en Guanabacoa; Tedeca, en Arroyo Naranjo, y La Facute, en El Cotorro; pero nunca pensé en las dificultades que enfrentaría como pequeño agricultor”.


A los setenta y cinco años Dámaso Pérez Quincoces no ha obtenido un patrimonio similar al de su padre, pero habla del mañana y asocia el futuro con sus hijos, quienes lo ayudaron a reconstruir la casita de la finca y lo invitaron a Miami, viaje en cierne por la negativa de la visa. “¿Qué hará un viejo guajiro en la Yuma?”, ironiza mientras va a la cocina en busca de otro café. 

 

 
 
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