18 de febrero de 2008

¿Partido único plural?

RAFAEL ROJAS

Dentro y fuera de Cuba se debaten muchos temas sobre la realidad de la isla y el exilio. A veces se tiene la impresión de que las diferencias entre cubanos son infinitas e insolubles. Sin embargo, desde el punto de vista político hay un asunto que divide a la comunidad cubana en dos bloques claramente discernibles. De un lado, quienes piensan que un país como Cuba, con su creciente heterogeneidad, se puede y se debe gobernar con un partido. Del otro, quienes piensan que la pluralidad de asociaciones políticas no sólo es un derecho ineludible, sino el mejor modo de representación de los intereses contradictorios de la sociedad. Estos últimos, que son tantos o más que los 800,000 militantes del PCC, carecen de reconocimiento en la isla.

No todos los que defienden el partido único lo hacen por las mismas razones. Hay quienes creen a pie juntillas que el partido único garantiza la cohesión del país frente al enemigo y quienes todavía piensan, sinceramente, que ese partido, inspirado por la ideología obsoleta del ''marxismo-leninismo'', es la única institución capacitada para encabezar la nación. Pero hay otros, también en la isla, que creen que el partido comunista, después de cinco décadas de unanimismo e intransigencia, puede transformarse en una organización plural. La mayoría de los reformistas dentro del gobierno cubano piensa así.

Los límites de esa racionalidad son obsesivos. Los reformistas están por la pequeña y mediana empresa privada, por eliminar los permisos de salida y entrada al país y por abandonar el lenguaje confrontacional de la ''batalla de ideas'', pero persisten en mantener incólume la institución del partido único. Piensan que antes de transitar a un régimen multipartidista es preciso experimentar la fórmula de un pluralismo dentro del partido único. ¿Qué referencias tienen en mente? Algunos, el bolchevismo leninista, cuando los diversos liderazgos comunistas debatían sus diferencias públicamente; otros, el priísmo mexicano, un partido cuasi único, donde también las facciones pugnaban públicamente por las simpatías de la militancia.

Ambas referencias descansan sobre malas lecturas de la historia del siglo XX. Robert Service ha destruido detalladamente el mito de un Lenin flexible contrapuesto a un Stalin dogmático. Fue Lenin el creador del gulag, de la policía secreta, de la brutal descalificación ya no de opositores, sino de simpatizantes ''veleidosos'' o ''infantiles'', como los mencheviques o los anarquistas, por no hablar de los socialdemócratas. La supuesta ''pluralidad'' del período leninista no fue otra cosa que el natural y conflictivo estado de imposición del consenso ideológico en una coyuntura nueva: el primer comunismo del mundo.

En cuanto al PRI mexicano, es cierto que resultó ser un régimen eficaz y duradero. Pero la naturaleza autoritaria de aquel gobierno no se oculta hoy a nadie en México, ni siquiera a los propios priístas que con tanta insistencia hablan de un ''nuevo PRI''. Las siete décadas de hegemonía de la ''gran familia revolucionaria'', en México, también dejó un cuantioso saldo de represión y exclusión de opositores políticos, de izquierda y derecha. La guerra cristera, la matanza de Tlatelolco en el 68 y los tantos atentados a panistas y perredistas fueron costos de aquella ``estabilidad''.

La mayor limitación del pensamiento reformista cubano es su persistencia en la negación de legitimidad para las políticas opositoras. Se pueden debatir las ventajas o desventajas de un régimen de muchos o pocos partidos, se pueden cuestionar las tendencias oligárquicas de toda partidocracia, se pueden ponderar las diferencias entre parlamentarismo y presidencialismo. Pero lo que no se puede hacer, sin socavar los principios básicos de un estado de derecho, es penalizar a una oposición pacífica que reclama libertades dentro de los angostos márgenes de una constitución totalitaria.

Los reformistas de la isla, si realmente quieren producir ''cambios estructurales'' en Cuba, no pueden aislar la economía de la política o pensar, como los últimos soviéticos, en una perestroika sin glasnost. Negar las realidades de la oposición y el exilio, con tal de ganar tiempo en una flexibilización cosmética del sistema, es persistir en la ficción del socialismo cubano, vivir dentro de las fronteras de un país imaginario: el país de Granma. Ese país, creado hace medio siglo por el orden revolucionario, ya no existe más.

Cuba es un nuevo país, con más del doble de población que en 1959 y con una creciente diversidad social, dentro de la cual es preciso incluir a la oposición y el exilio. Esa diversidad no puede ser gobernada por un partido único. Las exclusiones e invisibilidades de la política cubana son consecuencia de la ceguera gubernamental frente a una comunidad que desborda ampliamente las instituciones del Estado insular. Bajo la apacible y triunfal imagen del país de Granma sucede la realidad de Cuba: un universo cada vez más complejo, que sólo puede ser equitativa y racionalmente gobernado en democracia.

 

 
 
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