Crónica           IMPRIMIR
14 de febrero de 2008

Sartre no entendió nada

Luis Cino

LA HABANA, febrero (www.cubanet.org) – Todo fue fácil de comprender para Jean Paul Sartre en su primera visita de 1949. Cuando regresó 11 años después, a comienzos de 1960, la capital cubana lo confundió. “Esta vez no he entendido nada”, confesó en el primer capítulo de su libro Sartre en Cuba.

Su incomprensión total de los asuntos cubanos no impidió que se dedicara a opinar con entusiasmo y desenfado sobre la revolución de Fidel Castro. Tales opiniones, viniendo del más importante filósofo de su época, contribuyeron a cimentar el mito de la revolución cubana entre la intelectualidad europea.

Sartre y su esposa, la escritora Simone de Beauvoir, se hallaban en el ensayo de una obra teatral en París cuando los invitó a La Habana el director del periódico Revolución, Carlos Franqui. Franqui no había consultado la invitación con  Fidel Castro, pero al Comandante le encantó la idea.

Sartre y Beauvoir asistieron  a los carnavales habaneros, al estreno de “La ramera respetuosa” y a encuentros con intelectuales cubanos que recibieron aprensivos y atónitos su defensa de la Unión Soviética y el realismo socialista.

El escritor y filósofo francés, gesticulante y tocado con un típico sombrero de guano, se deslumbró con el desaliño y la inexperiencia política de Fidel Castro y Ché Guevara. Se dejó seducir por una revolución que balbuceaba aprendiendo a discursar, desafiaba a los Estados Unidos, alzaba fusiles  y lanzaba consignas que hablaban de muerte.

Sartre, creyéndose en el ágora ateniense, escuchó arrobado a Fidel Castro gritar en la Plaza y a la multitud que respondía también a gritos. Cuenta Carlos Franqui que en una conversación en el periódico Revolución, discutió con Sartre sobre la democracia directa. Le explicó que “era un estado de ánimo pasajero que dependía totalmente de Fidel Castro, que no tenía ninguna forma orgánica ni estructural, que era puro teatro revolucionario y no funcionaba en la práctica cotidiana”. 

De nada valió la franqueza de Franqui. Sartre sólo oía los gritos de la Plaza y repetía la letanía elogiosa de la democracia directa.

En enero de 1968 regresó a Cuba para asistir, “como parte de la vanguardia cultural de la revolución mundial”, al Congreso Cultural de La Habana. Se mantuvo en sus 13 hasta que los ecos estalinistas del Caso Padilla, en 1971, lo hicieron firmar a regañadientes una carta de protesta con algunos de los principales intelectuales del mundo. Por entonces ya había retirado su amistad a Carlos Franqui.

Sartre no entendió nada de Cuba. En 1960 lamentaba que su visión de la isla adoleciera de la pérdida de la visión lateral. La retinosis pigmentaria se la diagnosticó no un oculista, sino la lectura de un discurso de julio de 1959 del ministro Oscar Pino Santos.

Pino Santos afirmó: “Cuba es una de las naciones más afectadas por esa tragedia internacional, el subdesarrollo”. Sartre se tragó gustoso el cuento del tercermundismo cubano, como si La Habana fuera Nairobi.

El intento de Sartre de ver Cuba desde la esquina del ojo sólo complicó las cosas. Miró a través de la ventana de su habitación refrigerada en el Hotel Nacional y sólo vio carros americanos y  rascacielos.

Sartre interpretó, con más o menos acierto, que los rascacielos del Vedado nacieron de los malos hábitos de un país subdesarrollado. “En Cuba, la locura de los rascacielos tuvo un solo significado: reveló “la terca negativa de la burguesía acaparadora a industrializar el país”.

Jean Paul Sartre fue mucho más certero en sus vaticinios sobre la suerte de los carros americanos en Cuba. Profetizó que tendrían que durar largo tiempo funcionando. Sartre adivinó, solo que sospecho  no imaginó que “el largo tiempo” sería medio siglo.

 

 
 
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