Crónica           IMPRIMIR
5 de febrero de 2008

Muros

Luis Cino

LA HABANA, febrero (www.cubanet.org) - Los muros, no importa cuan altos y fortificados, nunca fueron el conjuro definitivo contra las amenazas.

 La Gran Muralla China es hoy una descomunal extravagancia histórica para turistas. Visible, según dicen, desde el espacio exterior, finalmente resultó incapaz de contener las arremetidas de mongoles, tártaros y manchúes.

El Muro de Berlín, que se irguió  como cruel divisor de  la ciudad y las vidas durante 28 años, cayó entre martillazos, gritos libertarios, lágrimas de alegría y música de Pink Floyd. Los esbirros de la Stassi y las divisiones de tanques del Pacto de Varsovia no pudieron impedir que los adoquines del muro se convirtieran en souvenirs del pasado comunista de Alemania Oriental. Lápidas dispersas por el mundo de otro fracaso totalitario.

Los hombres son tercos y reacios a aprender las lecciones de la historia. En el mundo se siguen erigiendo muros como monumentos a la estupidez y la soberbia humana. Los erigen, en Palestina o en la frontera entre Estados Unidos y México, aún a sabiendas que nada resolverán. Sólo traerán consigo nuevos odios y más dolor.

Precisamente el muro para frenar la inmigración ilegal de México a Estados Unidos fue uno de los temas que trató la reciente reflexión de Fidel Castro dedicada a analizar el discurso sobre el estado de la Unión del presidente George W. Bush. Sólo que al condenar la inquina del muro gringo trató de exonerar la del defenestrado muro berlinés.

Según el Comandante, han sido más los mexicanos que han muerto en la frontera norteamericana que los alemanes  que trataron de cruzar  el Muro de Berlín y fueron acribillados a balazos por los guardias fronterizos de la dictadura del proletariado.

Los cálculos matemáticos, en especial si están influidos por las ideologías, suelen ser un ejercicio inútil y engañoso para calcular el horror.

Si a los mexicanos muertos en la frontera sumamos los haitianos y dominicanos que no lograron llegar vivos a las costas de Florida, los latinoamericanos que perecieron en pos del sueño americano pudieran ser más que los asesinados por intentar escapar  de Berlín Oriental.

La lista se incrementaría pavorosa y dramáticamente más si a mexicanos, dominicanos y haitianos, sumáramos los millares de cubanos que murieron (y siguen muriendo) en el estrecho de Florida.

Cuba tiene su propio muro. Es azul, acuático, tiene 90 millas de ancho y la rodea  por todas partes. Está dotado de una neurótica y traicionera Corriente del Golfo, tiburones voraces, guardacostas cubanos y norteamericanos y una absurda ley que toma en cuenta que los pies estén mojados o secos.

Cada muro guarda sus infamias. Que exista uno, con sus causas y circunstancias, no justifica el bochorno de que haya otros.

¿Sirve de algo para el alivio de las conciencias discutir si los cubanos ahogados o devorados por los escualos huyen del paraíso revolucionario o se van por problemas económicos?

¿Son menos los africanos de las pateras que zozobran en Canarias o Gibraltar? ¿Más  los náufragos del Estrecho de La Mona o el Paso de Los Vientos? ¿Tantos como los que no pudieron cruzar a Texas o a California y quedaron en el desierto?

¿Las estadísticas  de muerte aliviarán el dolor y la vergüenza de los culpables, directos e indirectos, de este mundo egoísta y absurdo?

Evidentemente, las nostalgias por el Muro de Berlín y los tiempos en que salía puntual el sol soviético con sus numerosas manchas, no son algunas de las respuestas posibles. ¿No sería más provechoso derribar los muros y los bloqueos, donde sea y de cualquier tipo, y empezar a abrir las puertas?

 

 
 
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