El
viajero de la máquina del tiempo
Armando Añel
/ Diario Las Américas
La izquierda es una criatura devorada por sus propios
símbolos e imágenes. Abrumada, además, por
el peso de la Historia, como demostró la última visita
a Cuba del presidente Luiz Inacio Lula da Silva.
Según algunos analistas, el brasileño
acudió a la Isla con el objetivo de contrarrestar la hegemonía
regional, ideológicamente adyacente pero políticamente
incompatible, de Hugo Chávez. O para afianzar todavía
más sus vínculos económicos con la mayor de
las Antillas, con vistas a una eventual sucesión o transición.
Sin embargo, sin descartar completamente las motivaciones de índole
práctica, Lula seguramente buscaba en La Habana harina de
otro costal: refocilarse en la privacidad moribunda, celosamente
guardada, de uno de los símbolos más expresivos de
la izquierda simbólica. Ponerse al volante de la máquina
del tiempo. Acariciar la macilenta corteza de la Historia.
Todo ello regado por el morbo de una muerte anunciada:
poder descorrer los velos del misterio que envuelve la ya prolongada
agonía de Fidel Castro, estar unas horas con la momia del
Kremlin, conocer –evaluar- de primera mano su condición
física, constituía una tentación. Además
de resultar una suerte de premio gordo mediático, o de certificado
de autenticidad, para la izquierda simbólica. Casi como si
Evita, desde su lecho de muerte, le sacara las cejas a Madonna.
Adicionalmente, no hay que olvidar que se trata del
mismo Lula que Castro fustigara meses atrás por promover,
junto al presidente Bush en Washington, el consumo de etanol. Como
no hay que olvidar tampoco el reciente descubrimiento de enormes
reservas de petróleo en Brasil, con lo cual se prevé
que el país se convierta en una potencia exportadora en los
próximos años.
El pasado martes, Lula firmó en Cuba acuerdos
en biotecnología, para la exploración de petróleo
en aguas cubanas y la construcción de una fábrica
de lubricantes, entre otros. Asimismo, el mandatario extendió
considerables créditos al castrismo –estimados por
la prensa brasileña entre los 600 y los 800 millones de dólares-,
que supuestamente se utilizarán en la compra de alimentos
a Brasil, para ampliar y modernizar la planta de níquel de
Moa, etcétera. Todo un derroche de magnanimidad –de
aparente magnanimidad-, pero en la dirección equivocada.
De Lula no cabía esperar un solo gesto de
solidaridad con el pueblo cubano, esto es, con ese sector del pueblo
cubano que se atreve a expresarse libremente y que, por lo tanto,
es el único del que se puede saber a ciencia cierta cómo
piensa: la disidencia. Ya en 2003, tras el encarcelamiento de 75
activistas pacíficos y la ejecución de tres jóvenes
que intentaban escapar de la Isla, Da Silva, que comenzaba su mandato,
dio un espaldarazo al castrismo yendo a entrevistarse con su máximo
representante. Verdad que transcurridos más de cuatro años
de aquel episodio podía esperarse un plus de madurez política
en el brasileño. Pero, una vez más, ha triunfado el
vedettismo frente a la humildad, el pasado sobre el futuro.
Porque fue a viajar al pasado a lo que acudió
Lula a La Habana. Su boleto para subirse a la máquina del
tiempo le ha costado a Brasil millones de dólares, pero a
fin de cuentas, desde la perspectiva de la izquierda simbólica,
bien que valió la pena: en un mundo marcado por el advenimiento
del ideario estético, por el triunfo de la forma sobre el
contenido, lo que cuenta es la imagen. La sonrisa de Castro frente
a la cámara de Lula, y viceversa. La Historia como representación.
El pasado como apariencia.
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