21 de enero de 2008

El viajero de la máquina del tiempo

Armando Añel / Diario Las Américas

La izquierda es una criatura devorada por sus propios símbolos e imágenes. Abrumada, además, por el peso de la Historia, como demostró la última visita a Cuba del presidente Luiz Inacio Lula da Silva.

Según algunos analistas, el brasileño acudió a la Isla con el objetivo de contrarrestar la hegemonía regional, ideológicamente adyacente pero políticamente incompatible, de Hugo Chávez. O para afianzar todavía más sus vínculos económicos con la mayor de las Antillas, con vistas a una eventual sucesión o transición. Sin embargo, sin descartar completamente las motivaciones de índole práctica, Lula seguramente buscaba en La Habana harina de otro costal: refocilarse en la privacidad moribunda, celosamente guardada, de uno de los símbolos más expresivos de la izquierda simbólica. Ponerse al volante de la máquina del tiempo. Acariciar la macilenta corteza de la Historia.

Todo ello regado por el morbo de una muerte anunciada: poder descorrer los velos del misterio que envuelve la ya prolongada agonía de Fidel Castro, estar unas horas con la momia del Kremlin, conocer –evaluar- de primera mano su condición física, constituía una tentación. Además de resultar una suerte de premio gordo mediático, o de certificado de autenticidad, para la izquierda simbólica. Casi como si Evita, desde su lecho de muerte, le sacara las cejas a Madonna.

Adicionalmente, no hay que olvidar que se trata del mismo Lula que Castro fustigara meses atrás por promover, junto al presidente Bush en Washington, el consumo de etanol. Como no hay que olvidar tampoco el reciente descubrimiento de enormes reservas de petróleo en Brasil, con lo cual se prevé que el país se convierta en una potencia exportadora en los próximos años.

El pasado martes, Lula firmó en Cuba acuerdos en biotecnología, para la exploración de petróleo en aguas cubanas y la construcción de una fábrica de lubricantes, entre otros. Asimismo, el mandatario extendió considerables créditos al castrismo –estimados por la prensa brasileña entre los 600 y los 800 millones de dólares-, que supuestamente se utilizarán en la compra de alimentos a Brasil, para ampliar y modernizar la planta de níquel de Moa, etcétera. Todo un derroche de magnanimidad –de aparente magnanimidad-, pero en la dirección equivocada.

De Lula no cabía esperar un solo gesto de solidaridad con el pueblo cubano, esto es, con ese sector del pueblo cubano que se atreve a expresarse libremente y que, por lo tanto, es el único del que se puede saber a ciencia cierta cómo piensa: la disidencia. Ya en 2003, tras el encarcelamiento de 75 activistas pacíficos y la ejecución de tres jóvenes que intentaban escapar de la Isla, Da Silva, que comenzaba su mandato, dio un espaldarazo al castrismo yendo a entrevistarse con su máximo representante. Verdad que transcurridos más de cuatro años de aquel episodio podía esperarse un plus de madurez política en el brasileño. Pero, una vez más, ha triunfado el vedettismo frente a la humildad, el pasado sobre el futuro.

Porque fue a viajar al pasado a lo que acudió Lula a La Habana. Su boleto para subirse a la máquina del tiempo le ha costado a Brasil millones de dólares, pero a fin de cuentas, desde la perspectiva de la izquierda simbólica, bien que valió la pena: en un mundo marcado por el advenimiento del ideario estético, por el triunfo de la forma sobre el contenido, lo que cuenta es la imagen. La sonrisa de Castro frente a la cámara de Lula, y viceversa. La Historia como representación. El pasado como apariencia.

 
 
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