Los
días del agua
MANUEL VAZQUEZ PORTAL
El Lago Okeechobee me tiene muy preocupado. Esos desfallecimientos
de sus caudales, esos recogimientos de sus riberas, esos pronósticos
infaustos para la época de sequía me dan mala espina.
Lo siento. Tengo pésimas experiencias con el agua.
Días después de haber llegado a Miami,
y recobrado el sosiego tras los ajetreos de Inmigración,
reencuentros con amigos y sobresaltos por el tráfico enloquecedor,
pude sentarme bajo los árboles del jardín de la casa
que ocupaba entonces y preguntarle a Yolanda qué era lo que
más le gustaba de la ciudad. Ella fue lacónica, rotunda.
--El agua.
De momento no entendí. Mi repentina perplejidad
me condujo a un atropello de interrogantes. Visto por el lado heroico,
supuse que me respondería: la libertad. Por el ángulo
machista, creí que me diría: las tiendas. Por la arista
glotona: la comida. Por el filo pragmático, la tecnología.
Pero, ¿el agua? No lo esperaba. Y repetí intrigado.
--¿El agua?
--Sí, cuando abro la llave, siempre hay --y
entonces caí en la cuenta. Recordé. La entendí.
Tomar un baño en Cuba es casi un privilegio.
Jamás un baño de inmersión, alberca llena y
sales minerales. Una jacuzzi, más que un sueño, un
delirio. El cubo y el jarrito son el lujo del baño cubano.
Y no es sólo por la escasez del jabón, la falta de
toalla, la dolarizacion del champú, sino porque el agua,
ese sencillo líquido que rodea el país, no llega comúnmente
a la zona donde residen las personas.
De niño vi en mi pueblo innumerables artificios
para elevar el agua hasta la regadera de la ducha familiar. En la
mayoría de los patios existía un pozo. En la mayoría
de los pozos existía una bomba, eléctrica o manual,
para impulsar el agua hasta los tanques que abastecían el
hogar. Darse una ducha a cualquier hora del día era lo más
normal del mundo.
Los políticos de entonces cacarearban en cada
campaña electoral que bajo su gobierno sí se acometería
y terminaría el prometido acueducto. A nadie realmente le
importaba. Cada quien resolvía por sus propios medios. Lo
más engorroso era bombear el agua hasta los tanques, pero
para eso existía un hombre pequeño, enteco y subnormal,
que desde temprano recorría el pueblo, y por un par de pesetas
realizaba la ardua tarea. Pedro Turbina lo apodábamos los
muchachos.
Por fin, allá por la década del 60,
después de una ciudad llena de cicatrices, calles destripadas,
tierra roja en todos los portales, tuvimos acueducto. Los pozos
se fueron sellando, las bombas manuales desaparecieron. Pedro Turbina
se quedó sin empleo y murió olvidado por todos.
El pueblo creció y el agua empezó a
escasear. Los primeros aseos con cubo y jarrito me parecieron una
fiesta. Me hacían recordar los primeros años cuando
mi madre, cuidando de que la jabonadura no me cayera en los ojos,
me enjugaba la cabeza. Cuando el cubo y el jarrito se volvieron
costumbre ya me parecía una tortura: jarrito para lavarse
la cara, jarrito para cepillarse los dientes, jarrito para la intimidad
nocturna. Cubo para el fregadero, cubo para la batea, cubo para
el inodoro. De cubo y jarrito, los grifos olvidaron su rumor cristalino.
Partí de mi pueblo y entre tantas cosas que
quedaron atrás pensé que el cubo y el jarrito también
se borrarían de mi vida. Chasco absoluto. La Habana era casi
un desierto. Mi primer alojamiento fue en Centro Habana. La ducha
era un recuerdo oxidado empotrado en la pared. En la Lisa, un tanque
de 55 galones debía alcanzar para dos días. Había
que contar los litros de cocinar para no quedarse sin fregar. Luego
vino Mantilla y el Vedado. Más tarde el Cerro y Alamar. Cambiaba
la casa, el barrio, pero el cubo y el jarrito me perseguían.
Para colmo, en mi último alojamiento, la cárcel
de Boniato, pasé hasta quince días bebiendo, lavando
mis prendas personales y aseándome con dos litros de agua
que repartían al día. Cómo añoré
el cubo y el jarrito. Hasta soñé que caminaba bajo
un aguacero y podía chapotear bajo el agua y quedar limpio,
relajado, pero esa ducha inmensa que era el cielo se cerraba de
repente y despertaba sudoroso, sediento, envuelto por la canícula
abrasante de Santiago de Cuba. Y le preguntaba a Antonio Villarreal,
que a pocas celdas de mí también pagaba la culpa de
soñar con que algún día los cubanos volvieran
a tener el agua suficiente, si recordaba a Pedro Turbina, y Villarreal
reía y lo describía en toda su imagen pintoresca.
Yentonces, bajo los árboles del jardín
de la casa que ocupábamos en Miami caí en la cuenta.
Recordé. Entendí a Yolanda. Pensé en los cubanos
que aún padecen la condena del cubo y del jarrito y me pregunté
de qué vale estar rodeado de agua en una isla espléndida
si el dueño de las cañerías tiene cerrados
todos los grifos.
Y ahora, recordando, sonrío porque sé
que lo del lago Okeechobee será pasajero.
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