La
democracia según Alarcón
Armando Añel
Según Ricardo Alarcón, presidente de la llamada “Asamblea
Nacional del Poder Popular” cubana –un órgano
concebido para camuflar el ejercicio ilegítimo del poder
por la oligarquía castrista-, la democracia real es sinónimo
de utopía. En recientes declaraciones a la prensa oficialista,
previas al remedo de elecciones que tendrá lugar el próximo
20 de enero en la Isla, el funcionario aseguró que en Cuba
se ha elaborado una fórmula “más creadora, más
autóctona” en comparación con las típicas
fórmulas de participación ciudadana vigentes en Occidente.
“El sistema nuestro tiene una serie de virtudes,
de ventajas. Su desafío es el de todo sistema político:
la democracia es necesariamente representativa”, consideró
el ex ministro de Relaciones Exteriores. Alarcón entiende
que sólo se puede enfrentar ese desafío desde una
sociedad igualitaria como supuestamente lo es la cubana, “en
la que se establezca un nivel de control de los elegidos por los
electores, un nivel de participación en el gobierno de aquellos
que eligieron a sus representantes”.
Pero esa es, precisamente, una de las fallas originales
del sistema seudo electoral implementado en Cuba a partir de 1976:
los electores, e incluso aquellos elegidos que no pertenecen al
primer anillo de poder, carecen de las prerrogativas necesarias
para influir, controlar o rectificar las decisiones de la nomenclatura,
sobre todo de los hermanos Castro. No es secreto para nadie que
la cubana ha sido una dictadura personalista, afincada en mecanismos
de coacción que mantienen eficazmente a raya las aspiraciones
y derechos de la ciudadanía.
Son incontables los errores de bulto cometidos por
Fidel Castro y sus más cercanos colaboradores durante medio
siglo de totalitarismo. Y de todas clases. Algunas de estas chapuzas
podrían figurar, con destaque, en una antología del
absurdo político. Sin embargo, los responsables directos
de las mismas, que han costado decenas de miles de vidas y miles
de millones de dólares, aquellos que dieron las órdenes,
que concibieron el desastre, que implementaron el disparate, continúan
cómodamente apoltronados en el sillón del poder. Ningún
elegido, mucho menos elector, ha podido ni podrá, mientras
el actual sistema persista, llevarlos ante la justicia o ejercer
algún nivel de control sobre sus decisiones.
En cualquier caso, ¿qué transparencia
o legitimidad pueden tener unas “elecciones” en las
que sólo participa un partido político, en las que
quienes recuentan los votos son miembros y directivos de organismos
oficialistas o afines al oficialismo, en las que en la práctica
a la disidencia se le impide participar e incluso se le persigue
y encarcela, en las que todas las herramientas de divulgación
e información están en manos del único partido
participante, en las que durante cincuenta años un mismo
señor ha sido elegido invariablemente, indirectamente, regidor
de los destinos nacionales?
Por otro lado, es abrumadoramente simple refutar,
recurriendo a ejemplos concretos, la afirmación de Alarcón
de que la representación es una ficción en las democracias
occidentales, particularmente en Estados Unidos. Basta con echarle
un vistazo a la historia contemporánea de este país.
En 1974, tras desencadenarse el proceso de su destitución,
Richard Nixon tuvo que renunciar a la presidencia a propósito
de una investigación periodística. En 1998, Bill Clinton
fue obligado a declarar ante la justicia luego de que emergieran
detalles de su relación con la becaria Mónica Lewinsky.
Imaginemos qué le hubiera sucedido en Cuba a la mujer que
revelara las intimidades de Castro, o a los periodistas que osaran
iniciar una investigación en su contra.
No hay democracia perfecta, ciertamente, como
no hay representatividad real cuando quienes supuestamente votan
a sus representantes carecen de los más elementales derechos.
Si como dice Alarcón –Doctor en Filosofía y
Letras- la democracia es necesariamente representativa, entonces
en Cuba no hay democracia: no puede haberla cuando la sociedad ni
siquiera elige a quienes gobiernan.
|