Cierta
libertad
Esposado, rodeado de guardias, en un ómnibus que nos llevaba
a las prisiones a cumplir una condena de 20 años por hacer
periodismo independiente, mi compañero Ricardo González
Alfonso me dijo: "Tú sabes, a pesar de todo esto, yo
me siento libre... porque lo hice y demostré que se puede
hacer". que lo hice y demostré que se puede hacer”.
Raúl Rivero*
sábado, 12 de enero de 2008
Esposado, rodeado de guardias, en un ómnibus
que nos llevaba a las prisiones a cumplir una condena de 20 años
por hacer periodismo independiente, mi compañero Ricardo
González Alfonso me dijo: "Tú sabes, a pesar
de todo esto, yo me siento libre... porque lo hice y demostré
que se puede hacer".
Eso fue una tarde de abril de 2003. Yo me bajé
(me bajaron) en las inmediaciones de la cárcel de Canaleta,
en la provincia de Ciego de Avila, y él siguió para
Camagüey, más al oriente. La última imagen que
tengo de mi amigo es la de su cara seria pegada al cristal de una
ventanilla y sus dos manos unidas por un aro de hierro, a la altura
de la cabeza, en una gesto que parecía triunfal y que era,
en realidad, su única manera de decirme adiós. No
lo he vuelto a ver. El sigue preso y enfermo en una prisión
de La Habana, después de una mansión de dos años
en un centro camagüeyano que se ha ganado este nombre incitante
entre la población: Se me perdió la llave.
En 2002 habíamos iniciado juntos los trabajos
preparatorios para fundar una asociación de periodistas que
trabajaran fuera del control del Estado. Al poco tiempo, nos propusimos
crear una pequeña escuela de periodismo para personas rechazadas
en la universidad por no compartir las ideas del Gobierno.
Por último, quisimos hacer una revista modesta,
impresa con equipos antediluvianos y defectuosos, para darle un
espacio de opinión a un grupo de profesionales sin voz en
su país y para que muchos cubanos pudieran acceder a informaciones
que el Partido Comunista oculta o manipula en los panfletos que
hace circular como si fueran periódicos. Trabajamos todos
los días y nos apoyaron en esos sueños, en un país
donde la policía no duerme, otros profesionales del periodismo.
Algunos, como Adolfo Fernández Sainz, Pedro Argüelles
Morán y Omar Rodríguez Saludes, están también
en las cárceles con condenas de hasta 28 años. Otros,
como Luis Cino, Miriam Leyva, Oscar Espinosa Chepe y Jorge Olivera
Castillo, siguen en la calle, en el fragor del reporterismo y las
notas de opinión, con los ruidos de los candados como una
desafinada banda sonora de la vida diaria.
El caso es que, hacia el invierno de 2002, después
de meses compuestos por días de 27 horas y tras una docena
de rápidas visitas (dos o tres días) a calabozos y
dependencias de las fuerzas de la Seguridad del Estado, los tres
proyectos funcionaban. No como quisimos originalmente, sino como
pudimos, como nos permitió nuestra capacidad y la intensidad
de la represión.
Pero ahí estaba la asociación de comunicadores
con casi un centenar de hombres y mujeres de todo el país.
Con sus estatutos, sus elecciones libres y su primer ejecutivo en
funciones. Allí estaba, con sus comisiones para apoyar a
las familias de los periodistas presos, su biblioteca especializada
y una hemeroteca que nunca tomó en cuenta aquel principio
de que nada hay más viejo que un periódico de ayer.
La escuela de periodismo no se pudo inaugurar. Las
sillas de plástico y el pizarrón verde se quedaron
contra la pared en la sala de la vivienda de González Alfonso,
a la que, para desconcierto de la familia, llamábamos aula.
Los cursos, unas lecciones elementales de géneros
periodísticos y gramática española, tuvieron
que darse en las casas de algunos alumnos, de jueves en jueves,
como si en vez de tratar de descubrir, por fin, qué es una
crónica o de identificar con certeza el sujeto, el verbo
y el predicado en una oración, estuviéramos conspirando
para derrocar una dictadura que, desde hace casi medio siglo, lo
mismo trata de racionar el aire que redistribuir la tristeza.
La revista DeCuba también comenzó a
circular. Repintada y con borrones pero sin censura. Unos cuantos
centenares de ejemplares que pasaban de mano en mano a través
de las más de 130 bibliotecas independientes y de los activistas
de Derechos Humanos en todo el país. Hasta el segundo número.
En marzo del 2003 la policía entró
al aula. Es decir, a la casa de Ricardo. Entraron a la biblioteca
y a la redacción de la revista, en la misma vivienda, y lo
confiscaron todo. Después de más de 10 horas de un
registro filmado por un equipo del Ministerio del Interior, se llevaron
también a Ricardo para la sede de la Policía Política.
Otro sitio con un nombre singular: Villa Marista, en la barriada
habanera de La Víbora, al sur de la ciudad.
Tres días después, entraron en mi casa.
Mediante un procedimiento similar cargaron con toda la papelería
y las fotos que encontraron. Incluidas las de mis asustadas hijas
y las de mis parientes muertos (en otros tiempos, en otra Cuba).
Nos juzgaron juntos en una sala donde los únicos
civiles éramos los reos, Alida Viso Bello, la esposa de Ricardo,
y Blanca Reyes Castañón, mi mujer. A él le
pidieron, primero, una condena de cadena perpetua. Luego, se la
rebajaron al mismo rango de la mía: 20 años.
Al mediodía cerraron la carpa del circo y
dieron una hora para almorzar. Un oficial que, desde luego, se llamaba
Vladimir fue a verme al calabozo y me dijo: "Vaya a ver que
dice ahí en el juicio. Usted no está para 20 años".
"Ustedes tampoco" le dije, y miré
a Ricardo, que comenzó a reírse delante del oficial
porque es verdad que era libre y no tenía miedo. Y si lo
tenía, lo administraba mejor que nadie.
El era libre desde hacía mucho tiempo, como
me dijo en el ómnibus rumbo a la cárcel. Lo fue desde
que dejó de vivir en la mentira. Allá en su litera
del Combinado del Este es más libre que mucha gente que pasea
por La Habana.
* Raúl Rivero es poeta y periodista.
En este momento, prepara un libro sobre su paso por la cárcel
de la Cuba castrista.
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