Lundy,
la memoria y el olvido
CARLOS ALBERTO
MONTANER
El presidente Clinton, con cierta admiración, mencionó
en sus memorias a uno de sus profesores de Georgetown University.
Se trataba del escritor Luis Aguilar León. La ironía
es que Aguilar dejó una fuerte impresión en el estudiante,
pero el impacto no fue recíproco. Lundy, como le llamábamos
sus amigos, no recordaba exactamente cuándo pasó por
su clase de historia europea aquel muchacho rubicundo y espigado,
tan parecido a otros jóvenes que escucharon sus brillantes
disertaciones, siempre salpicadas de humor y de anécdotas
jugosas. Tampoco era extraño que Lundy deslumbrara a sus
interlocutores. Ocurría cuando daba conferencias, cuando
conversaba en un pequeño grupo, o cuando lo entrevistaban
para la radio y la televisión. El ángel de la comunicación,
sencillamente, lo había tocado.
Es triste que Lundy no haya visto el final de esta
casi infinita tragedia cubana. Como conoció a Fidel Castro
en la escuela primaria, y luego coincidió con él en
el bachillerato y en la universidad, nunca se hizo demasiadas ilusiones
con la revolución. La revolución era Fidel y Fidel
era un matón detestable. En su momento, Lundy supo que Batista
era una desgracia para Cuba, pero jamás tuvo dudas de que
Fidel era un gángster que destruiría el país
irresponsablemente, como consecuencia de la suma letal entre un
temperamento sanguinario, una oceánica ignorancia y una sociedad
embobada. Así que, en los primeros tiempos, mientras pudo,
denunció cómo se iba forjando la dictadura, y hasta
tomó las armas para combatirla, pese a la íntima repugnancia
que le provocaba la violencia. Finalmente, cuando todo estaba perdido,
retomó el camino académico --había sido profesor
universitario en Cuba-- y comenzó su largo e intelectualmente
fructífero exilio.
Lundy, en fin, acaba de morir en Miami a los 82 años.
Fue una pésima noticia, pero era una edad razonable. No lo
fue, en cambio, la forma en que llegó al final. Lo golpeó
el Alzheimer con esa metódica crueldad con que esta forma
de demencia senil ataca a sus víctimas. Primero borra palabras
y frases enteras. Luego confunde la lengua y trastoca el razonamiento.
Más tarde, en una especie de oleadas sucesivas, va desapareciendo
caras, personas y sucesos. El pasado --que es la única vida
que realmente tenemos dentro-- se esfuma. Nos lo roba, y nos deja
desamparados en un mundo que súbitamente nos resulta ajeno.
Lo desaparece, como los magos malvados suelen hacer con los príncipes
indefensos en los cuentos infantiles más espeluznantes.
Realmente, no se me ocurre un castigo peor para Lundy,
persona dotada de una luminosa inteligencia, y un inderrotable sentido
del humor, hábilmente apuntalado por su risa contagiosa y
su mirada pícara. Ronald Reagan, que padeció la enfermedad,
y que también se burlaba de casi todo, tuvo agallas para
bromear con ella. ''No es tan mala --se consolaba diciendo--. Todos
los días conoces gente nueva''. Y así es: llega un
momento, un momento terrible para los que sobreviven y quieren al
enfermo, en que todos son gente nueva, incluida, a ratos, Vera Mestre,
esa extraordinaria y bella mujer que acompañó a Lundy
medio siglo, hasta que le cerró los ojos con el último
beso. Ya no hay hijos ni amigos, porque se ha perdido la memoria,
y el cerebro, perplejo, ni siquiera puede acumular nuevas experiencias
y sume a la persona en una desvitalizada indiferencia. No hay vida
hacia atrás. Tampoco hay mañana. La existencia se
transforma en un ahora pastoso, fugaz y escurridizo.
A Lundy, además de sus ensayos, sus conferencias
y sus reflexiones de más largo aliento, se deben dos de los
artículos más divulgados y exitosos de la historia
del periodismo cubano: La hora de la unanimidad (1960), la última
columna crítica publicada en Cuba contra la dictadura la
víspera de que confiscaran Prensa Libre, el único
periódico independiente que quedaba en el país, en
la que advertía sobre el horror del totalitarismo, y El profeta
habla de los cubanos (1986), un texto irónico sobre la paradójica
idiosincrasia de sus compatriotas, escrito a la manera del libanés
Khalil Gibran, pero en un tono jocoso que endulza la crítica
sin rebajar la oculta severidad.
Dos años antes de su muerte, cuando ya había
perdido muchas de sus facultades, pero todavía conservaba
la gracia, me pidió que, cuando muriera, lo despidiera con
un artículo como éste. Me comprometí a escribirlo,
pero para animarlo le rogué que, entre los dos, antes de
esa fecha, teníamos que redactar el obituario de Castro.
(Al final estos largos pleitos políticos se reducen a quién
se muere primero, porque ya todos estamos agotados.) Lamentablemente,
no me hizo caso.
En My Life, Clinton cuenta que, cuando conversó
con su profesor cubano sobre su vocación, entonces borrosa
y múltiple, como les suele suceder a los jóvenes inteligentes,
Lundy le dijo que elegir una carrera era como escoger esposa entre
diez novias hermosas. Siempre te queda el dolor de las que nunca
desposaste. Lundy, dice el ex presidente, era un buen profesor,
pero la novia que de verdad adoraba era Cuba, y ésa la perdió
para siempre. Murió con esa tristeza en el corazón.
Coda. Pocos días antes de la muerte de Lundy,
también se despidió otro intelectual de gran talla,
su compañero de estudios Gastón Fernández de
la Torriente, profesor emérito de la Universidad de Arkansas,
y en octubre del 2006 lo había hecho Leonardo Fernández
Marcané, ex profesor de la Universidad de New York y colaborador
habitual de Diario las Américas. Los dos, como Lundy, formaban
parte de esa primera hornada de intelectuales llegada al exilio
en los sesenta que se abrieron paso en las universidades norteamericanas
y dejaron escrita una montaña de papeles valiosos. Los dos
eran mis amigos. A los dos, Cuba les debe un homenaje cuando el
país sea libre.
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