CRONICA
DE DOMINGO
El color de la vida
RAUL RIVERO
Madrid -- Existe, ya lo creo, un país
que flota en las mansiones de lujo y los palacios, en la tinta de
los periódicos y en el espectro que cubren las antenas oficiales
de la radio y la televisión. Una nación inmaterial,
sin geografía palpable, donde las personas que aparecen son
felices y confiadas. Es una Cuba mínima, inasible, que diseña
la propaganda.
Y existe la que realmente existe. La única,
la verdadera, la amarga tierra de todos, que tiene sólo unos
pocos cronistas sin recursos y otros que escriben desde lejos y
de memoria lo que tuvieron delante de sus ojos y lo que pueden ver
después que escarban en los mensajes que el gobierno y sus
cómplices --públicos y secretos-- tratan de eliminar.
Una que fluye en la retórica de los discursos
con resonancias de la tumba de Stalin. En colores. Inventada con
los dineros que le roba a la otra la marinería del barco
de papel. Una nave fantasma que enseñan en los puertos del
mundo y en las desembocaduras de los ríos contaminados, a
los que le han dado una mano de pintura y se ven pasar biajacas
dibujadas por un loco.
Esa es la festiva, ocupada en hacer los recuentos
de sus éxitos y el balance de sus victorias políticas.
La que lanza fuegos artificiales, condecora a los empleados y recibe
a dirigentes de China y Venezuela, de México y Brasil, por
ejemplo, y ellos, agasajados y orondos, entran en esa irrealidad
conscientes y preparados para apuntalarla y apoderarse de las ruinas
de la Cuba innegable que arde detrás de ese escenario.
Una comarca reducida a la palabra roma. En el aire
gracias a las bocas de su portavocía y a las bocas negras
de las pistolas. Con una noción elemental del tiempo, reducida
a un hoy celebrativo y triunfalista que no se acaba nunca. Ni viene
de ningún lugar y, lo peor, no va a ninguna parte. Un mismo
día que da vueltas y se consume en una misma noche año
tras año.
Eso sí, todo con la alegría espuria
que produce el temor de perder la alegría del poder. Todo
con el empeño de que el país real, el oscuro, el enorme,
el que sufre no pueda verse, ni se pueda sentir.
Mucho papel, invitaciones, conferencias, simposios,
congresos, contactos, viajes, ayudas, avales de rancia progresía,
cheques de otros destinos, boletos de avión y carnavales
para que no se puedan ver los presos políticos, ni el hambre,
las epidemias, el desasosiego, la represión ni el aparato
sórdido de fabricar el miedo.
Telones, cortinas, decorados de una existencia feliz
para que no se vea que en una cárcel de Isla de Pinos un
joven abogado y preso político, Juan Bermúdez Toranzo,
trata de suicidarse con los vidrios de una lámpara rota en
su celda, donde cumple una condena de 12 años.
Películas y spots publicitarios con muchachas
en las piscinas de los hoteles para extranjeros y dirigentes. Así
no se enteran en el mundo de que Antonio Díaz Sánchez,
el reconocido activista del Movimiento Cristiano Liberación,
está en huelga de hambre en el consulado que el infierno
abrió en la prisión de Canaleta en Ciego de Avila.
Fotos, concursos, coreografías, de manera
que no salgan en ningún sitio las golpizas que le dan en
la cárcel de Holguín a Duvalier Bello Cruz por protestar
por la mala alimentación y la falta de asistencia médica.
Que de la Cuba apesadumbrada, la de los millones
de hombres y mujeres que quieren libertad y derecho a los derechos,
no salga ni una imagen. Que no se pueda leer nada sobre esa sociedad
que procura, por diversos caminos, una salida para vivir.
Eso quieren los autores del montaje paralelo
de los dos países. Lo que pasa es que el país es uno
solo. Y ya es imposible ocultarlo con unas postales obscenas aunque
estén pintadas con colores brillantes.
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