Crónica           IMPRIMIR
10 de enero de 2008

El colmo de un buzo

Oscar Mario González

LA HABANA, Cuba, enero (www.cubanet.org) - En Cuba hay dos clases de
buzos: los que hurgan en el fondo del mar y los que escudriñan en los
depósitos de basura de las ciudades. Los segundos serán objeto de nuestra
atención y los llamaremos buzos urbanos.

Si bien ambos se pasan el tiempo buscando y, en ello reside la semejanza,
el lugar de la búsqueda y el objeto de ésta no tienen parecido.

El buzo urbano ha de poseer algunas cualidades que lo hagan exitoso en su
labor; ha de ser, ante todo, un tipo de “chispa”; es decir de iniciativas
propias y con amplias relaciones públicas. También ha de poseer
creatividad y sentido práctico de modo que pueda precisar la utilidad de cada
objeto contenido en el depósito de basura.

Porque en un país acosado por la miseria y las carencias cualquier objeto
puede tener utilidad; cualquier cachivache, aparentemente inservible, puede
ser objeto de una reparación y adquirir un valor de uso determinado.

Trátese de chancletas (si está presente el par), un poco de pegamento pudiera
ser el agente restaurador. Bien podría tratarse de una mesita de noche coja y
desprovista de gaveta; si la madera no esta comida de comején puede servir
para reparar una ventana o para construir el marco del cuadro del abuelo de
Miami, cuya remesa sirve de sustento a la familia entera y, por cuya razón,
su figura ha de ocupar un lugar preferencial en la sala junto a la imagen del
milagroso San Lázaro. La cazuela y la sartén “escachadas”, cundidas de
tizne y mugre, quedan como nuevas al pasar por las hábiles manos de un
buzo emprendedor y con “chispa”.

Las botellas y pomos plásticos así como los envases de aluminio constituyen
renglones fáciles de comercializar en los puntos de recepción de materias
primas aunque a veces estas entidades del estado, o están atiborradas de
productos en espera del camión de la empresa que venga a recogerlo, o no
tienen artículos para el cambio. Esto, porque el pago no es en dinero sino a
través de un trueque que luego el buzo convierte en dinero al vender el
pomo de refresco, la toalla de trapear o la botella de salfumán, entre los
vecinos y amigos.

Un día conversando con el buzo de la cuadra donde vivo, me confesó que su
sueño y el de cualquier otro homólogo suyo, era encontrar una cartera
repleta de dólares en las oscuras entrañas de un escombrero.

Pero que el colmo de su labor, y ello resultaba frecuente, era toparse con una
jabita de nylon elegante en un barrio de gente pudiente, que en lugar de
contener algo de valor, esté llena de mierda humana.

Es bien dura la vida de este personaje. A diferencia del que conocí hace
medio siglo atrás y que procuraba salcocho para cebar cerdos y alguna sobra
de tasajo de Montevideo o bacalao noruego para consumo propio, el de hoy
día no procura tanto los escasos residuos de picadillo de soya y caldo de
chícharos. Su atención se centra, mayormente, en los diversos tarecos,
desperdicios y trebejos contenidos en el depósito de basura a los cuales se
les puede restituir su utilidad con un saldo de beneficio para él y para la
población.

Indiferentes para el transeúnte durante el día y prefiriendo las sombras de la
noche para su trabajo útil, decente y honrado que le oculte de la animosidad
policial; a veces afectados en la piel y en las vías respiratorias,
se les ve entre latones de basura. Como cualquier otro cubano, pero tal vez
con más razones, los veo mirar al cielo patrio con un hilo de esperanza pues
nadie mejor que ellos, por estar tan cercanos al dolor, para intuir que algo
grande y poderoso se aproxima al horizonte.

 
 
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