El colmo de un buzo
Oscar Mario González
LA HABANA, Cuba, enero (www.cubanet.org) - En Cuba
hay dos clases de
buzos: los que hurgan en el fondo del mar y los que escudriñan
en los
depósitos de basura de las ciudades. Los segundos serán
objeto de nuestra
atención y los llamaremos buzos urbanos.
Si bien ambos se pasan el tiempo buscando y, en ello reside la semejanza,
el lugar de la búsqueda y el objeto de ésta no tienen
parecido.
El buzo urbano ha de poseer algunas cualidades que lo hagan exitoso
en su
labor; ha de ser, ante todo, un tipo de “chispa”; es
decir de iniciativas
propias y con amplias relaciones públicas. También
ha de poseer
creatividad y sentido práctico de modo que pueda precisar
la utilidad de cada
objeto contenido en el depósito de basura.
Porque en un país acosado por la miseria y las carencias
cualquier objeto
puede tener utilidad; cualquier cachivache, aparentemente inservible,
puede
ser objeto de una reparación y adquirir un valor de uso determinado.
Trátese de chancletas (si está presente el par), un
poco de pegamento pudiera
ser el agente restaurador. Bien podría tratarse de una mesita
de noche coja y
desprovista de gaveta; si la madera no esta comida de comején
puede servir
para reparar una ventana o para construir el marco del cuadro del
abuelo de
Miami, cuya remesa sirve de sustento a la familia entera y, por
cuya razón,
su figura ha de ocupar un lugar preferencial en la sala junto a
la imagen del
milagroso San Lázaro. La cazuela y la sartén “escachadas”,
cundidas de
tizne y mugre, quedan como nuevas al pasar por las hábiles
manos de un
buzo emprendedor y con “chispa”.
Las botellas y pomos plásticos así
como los envases de aluminio constituyen
renglones fáciles de comercializar en los puntos de recepción
de materias
primas aunque a veces estas entidades del estado, o están
atiborradas de
productos en espera del camión de la empresa que venga a
recogerlo, o no
tienen artículos para el cambio. Esto, porque el pago no
es en dinero sino a
través de un trueque que luego el buzo convierte en dinero
al vender el
pomo de refresco, la toalla de trapear o la botella de salfumán,
entre los
vecinos y amigos.
Un día conversando con el buzo de la cuadra donde vivo, me
confesó que su
sueño y el de cualquier otro homólogo suyo, era encontrar
una cartera
repleta de dólares en las oscuras entrañas de un escombrero.
Pero que el colmo de su labor, y ello resultaba frecuente, era toparse
con una
jabita de nylon elegante en un barrio de gente pudiente, que en
lugar de
contener algo de valor, esté llena de mierda humana.
Es bien dura la vida de este personaje. A diferencia del que conocí
hace
medio siglo atrás y que procuraba salcocho para cebar cerdos
y alguna sobra
de tasajo de Montevideo o bacalao noruego para consumo propio, el
de hoy
día no procura tanto los escasos residuos de picadillo de
soya y caldo de
chícharos. Su atención se centra, mayormente, en los
diversos tarecos,
desperdicios y trebejos contenidos en el depósito de basura
a los cuales se
les puede restituir su utilidad con un saldo de beneficio para él
y para la
población.
Indiferentes para el transeúnte durante el día y prefiriendo
las sombras de la
noche para su trabajo útil, decente y honrado que le oculte
de la animosidad
policial; a veces afectados en la piel y en las vías respiratorias,
se les ve entre latones de basura. Como cualquier otro cubano, pero
tal vez
con más razones, los veo mirar al cielo patrio con un hilo
de esperanza pues
nadie mejor que ellos, por estar tan cercanos al dolor, para intuir
que algo
grande y poderoso se aproxima al horizonte.
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